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Isabel Marco

Él era un joven tímido, con mucha seguridad en sí mismo, pero no se mostraba demasiado al mundo exterior. ¿Lo hacía por evitar que le hiciesen daño?, ¿por esquivar la incomprensión? No, él no compartía muchos intereses con la gente de su edad, tenía otras historias en la cabeza; algunos dirían que demasiadas y su abuela creía que se iba a pasar de rosca como el Pernales, uno que de tanto leer se volvió loco.

Sin embargo, ni eran demasiadas ni nunca se pasó de rosca; pero eso es otra historia que algún día él mismo escribirá.

En esta ocasión conducía desde su pueblo hasta la Universidad. Cada mañana, arrancaba su Korsakov, un viejo Opel Corsa donde un esqueleto compartía retrovisor con un gorro de cetrería bailando al son de la carretera y de la cinta de Barricada que todavía no se había tragado el viejo radiocasete.

La ventanilla abierta para poder sacar el codo mientras no llegase el invierno y dejar que el  viento meciese suavemente su pelo antes de salir a la autovía. Todavía no había pasado por la parada del autobús que hay en la plaza del Paradero, cuando reconoció de lejos a un antiguo compañero de clase que esperaba al autobús para ir a la Universidad. No era alguien por quien tuviese mucha simpatía, así que rápidamente sus pensamientos debatieron sobre si invitarle a subir o dejarle en tierra pero, antes de darse cuenta ya estaba dándole a la manivela para bajar la ventanilla del copiloto y diciéndole: Voy a la Universidad, ¿quieres que te lleve?

El excompañero dudó unos segundos, pero se subió al Korsakov. Él no entendía de Barricada, ni de esqueletos, ni mucho menos de cetrería; así que se puso el cinturón y se agarró fuertemente a su mochila pensando si no se habría equivocado al aceptar la invitación.

Poco más tarde ambos supieron que aquello había sido un error.

La pituitaria se puso alerta y, disimuladamente, piloto y copiloto empezaron a olfatear el ambiente.

Lo primero que hicieron fue mirar de reojo al compañero de viaje, como si pudiesen ver el pedo que se había echado el otro. Pero no, ese olor persistía, no era de pedo. Olfatearon de nuevo y llegaron a la conclusión de que olía a mierda, así, sin miramientos.

La falta de confianza hizo que ninguno de los dos comentase nada. Como las ventanillas permanecían abiertas, parecía que ese olor venía de fuera, quizá de un campo al que habían echado fiemo.

El protagonista de esta historia pensó que, siendo así, dejaría la ventanilla abierta durante el primer kilómetro de autovía para ventilar.

Pasó el primer kilómetro, la ventilación había funcionado y ya no olía a nada, solo al frescor de la mañana. Cerró la ventanilla, el copiloto, que estaría pensando algo similar, imitó el gesto y cerró la suya sin dejar de agarrar la mochila.

A los dos segundos ese olor volvió, y también los ceños fruncidos con cara de asco mientras pensaban de dónde venía ese olor insoportable y sin poder evitar pensar que era el otro el culpable, pues la estima que se tenían el uno por el otro era la misma: ninguna.

Así fueron durante la media hora de viaje, con el ceño fruncido y respirando por la boca hasta que el copiloto dijo con urgencia: Yo me bajo aquí, muchas gracias. Nuestro protagonista puso los intermitentes y paró nada más cruzar el puesto de seguridad que había a la entrada del campus. Cuando arrancó de nuevo, pensó: ¡Por fin!, respiró profundamente y descubrió que el olor seguía ahí, más intenso y señalándole ya sin ninguna duda que el origen estaba en su vieja Converse izquierda.

Si tienes perro, recoge sus heces; por civismo, por higiene, por prevenir enfermedades entre nuestros amigos los canes.

No te vaya a pasar como a él y te lleves un regalo no deseado en la suela del zapato.