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Isabel Marco

Por fin llega la Navidad. Esa época del año en la que solo hablamos de buenos deseos, de celebraciones en familia y de felicitar el año nuevo. Estos deseos se multiplican por mil si en casa hay una persona que cree en la magia de la Navidad, entonces la familia solo puede vivirla a través de esos ojos de mirada transparente y pura. Estas fiestas están pensadas por y para ellas. Para los adultos son la excusa perfecta para saltarnos eso de la comida sana, así que sacamos el turrón, la sidra y el champán, eso que no falte.

Pero los verdaderos protagonistas son las niñas y los niños que llenan de ilusión cada rincón de la casa, que preguntan mil y una veces cuando llega la Navidad y anhelan esos regalos que solo se piden en ocasiones especiales.

A partir de aquí podría sacar muchos temas, en su mayoría comprometidos, quizá polémicos algunos; pero me los voy a callar. Me los voy a callar por un motivo mucho más fuerte que todos ellos. Me los voy a callar porque hace días que pienso en cómo escribir todo esto.

Llevo días pensando que hoy, víspera de Nochebuena, era el mejor día para plasmarlo en el papel.

Hace unas semanas vi unas imágenes, unas imágenes que no debería haber visto, ¿o sí? No lo sé, pero las vi. A pesar del aviso de contenido sensible. A pesar de que sabía que no tenía que darle al botón de “ver de todas formas”.

A pesar de todo eso, las vi: un bebé de no más de tres meses carbonizado zarandeado por su padre loco de atar; la mano ensangrentada de un niño asomando entre los escombros; dos niñas en una camilla con los brazos colgando, llenas de polvo y sangre; restos de un pequeño cuerpo junto a un juguete…

Esto sucedió hace unas semanas, hoy esos cuerpos ya no están; pero hay otros, otros cuerpos de otros niños que los sustituyen. Otros niños muertos que yacen en el suelo, inocentes muertos. Niños que ya nunca más abrirán un regalo, que nunca más correrán tras un balón, ni inventarán historias con sus muñecos, ni dirán “mamá juega conmigo”.  Esos niños no esperarán ya su próximo cumpleaños, ni la caída de su primer diente o la excursión del colegio. Ya no podrán llamar a papá para que les acompañe a la plaza a jugar con sus amigos. Ya no pueden.

Creo que no hay duda de qué estoy hablando, seguro que sabes quien ha matado a esos niños, sabrás porqué murieron y quiero que te preguntes si un trozo de tierra merece tal atrocidad.

Yo me pregunto qué hay dentro de las personas que ordenan estos asesinatos y solo puedo ver un alma podrida.

Pienso en qué es lo que pasa por la cabeza de las personas que ejecutan esos mandatos y solo puedo ver gusanos, cerebros vacíos y sorbidos. Pero después pienso en las personas que hay alrededor y que callan, que permiten, que apoyan y que avalan este genocidio y me enciendo en llamas. ¿Es que no se les parte el alma en dos al ver lo mismo que yo? Llevo desde entonces intentando borrar esas imágenes de mi cabeza, pero no lo consigo. Pienso en lo más bonito que hay en mi vida que es mi hijo y en lo que yo haría si esa mano asomando de entre los escombros fuese la suya, si esa mirada ya vacía fuese la suya. Yo lo tengo bastante claro, me iría con él.

Lo que no entiendo es lo que hacen las personas que miran desde su atalaya de poder, seres sin corazón que mañana felicitarán la Navidad como si nada ocurriese y se llenarán la boca de turrón y mazapán mientras cantan algún villancico junto al árbol. Solo espero que por la noche, cuando cierren los ojos, únicamente puedan ver los cuerpos sin vida de esos niños que ya no abrirán ningún regalo.

Feliz Navidad.