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Isabel Marco
Ha sonado mi despertador, ese que tengo desde hace casi cuatro años. Ha dicho varias veces “mamá, mamá, mamá”, hasta que lo he abrazado y llenado de besos.

Luego la rutina habitual: elegir la ropa, pelear para quitar el pijama, saltar un rato en la cama hasta que se agotan los minutos extra y, cuando ya nos hemos saltado unos cuantos, hay que terminar de vestirse y levantarse a desayunar. Un calcetín para el pie izquierdo, ¿o debería haber empezado por el derecho? Qué más da. Un calcetín para el pie izquierdo… ¡Oh! ¡Lleva un tomate! El dedo gordo del pie izquierdo asoma por el agujero, asoma redondo, rosado, tan sabroso que me lo como. Busco otro par de calcetines y sigo gastando esos minutos que no sobran.

¡A desayunar! Se oye desde la cocina. Nos llama papá, dice nervioso. Vamos corriendo en una carrera y miro en la mesa a ver si falta algo: tazas, cucharas, café, leche, galletas, magdalenas… está todo. Una taza de café con leche con media cucharada de azúcar. Hoy no hay azúcar en el azucarero, toca estrenar el paquete que hay en el estante más alto del armario de la cocina. Tengo que subirme a un taburete para cogerlo y estirar los brazos como el inspector Gadget. Cuando por fin lo alcanzo, después de escuchar el crujido de cuatro o cinco vértebras, voy hasta la mesa dejando un camino blanco que serpentea detrás de mí. El paquete del azúcar lleva un agujero. Relleno el azucarero y recojo esa dulce serpiente con ayuda de la escoba. Esos granos de azúcar que bien podrían ser la arena de un reloj. He consumido otros tantos minutos extra y el reloj me empuja hacia el baño para que no me despiste. Vamos a lavarnos los dientes.

El espejo nos devuelve nuestras caras sonrientes y pelos despeinados. Cuando ya hemos deshecho los nudos y bajado los kikirikís, me rasco los lóbulos de las orejas pensando en que quizá hoy me ponga los pendientes. Pero algo me saca de mi ensimismamiento ¡Corre mamá, que son casi menos cuarto! Su voz me advierte de lo que ya sé y pienso en lo inútil de los agujeros de mis orejas, ¡qué pocas veces me pongo pendientes! Hoy ya no me da tiempo a buscarlos, ahora es mi hijo el que me empuja hacia la puerta de la calle.

Abrimos para salir de casa por fin y me meto en el bolsillo esas cuatro monedas que no son de nadie y que llevan unos días en el recibidor. Damos el primer paso y noto que algo frío recorre mi pierna y cae al suelo con un clon, clin, clan. ¿Qué pasa? Esas monedas son las que acabo de meter dentro de mi bolsillo. Repito el gesto para volver a guardarlas con cara de incrédula y vuelven a caer como el que se sube a un tobogán acuático. Tengo un agujero en el bolsillo. Tendré que olvidarme de que estos pantalones llevan bolsillos, o buscar un rato para zurcir el agujero, algo que tenía que haber aprendido cuando mi madre me intentaba enseñar, pero entonces solo quería salir a jugar.

¿Quién conduce hoy?, ¿papá o mamá? Al final le toca a él. El coche arranca sin problemas y la puerta del garaje se abre al darle al botón del mando. De forma inmediata elegimos un cuento de los que ya inundan los asientos de atrás. El del pirata, el de los ratones, el del punto amarillo… Cuando por fin tenemos el elegido, leo apurando al máximo la velocidad de palabras por minuto, para que me de tiempo de terminar antes de que lleguemos a nuestro destino. Es lo malo que tienen las distancias cortas para el coche y largas para ir caminando si calzas un veinticinco. Justo en el último momento, el cuento sale volando cerrando la última página sin leer. Un bache monumental, un agujero en la calzada, ¡un agujero!

La cosa va de agujeros; también hay uno en el cerebro de muchos, pero esos agujeros no se pueden cambiar, ni zurcir, ni aprovechar, ni esquivar. ¿O sí?

Yo, por si acaso, leeré un libro, que es medicina preventiva.