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Cuando las uñas hablan Cuando las uñas hablan

Cuando las uñas hablan

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Joan Izquierdo

Hace unos días entró en consulta Marta, una paciente de esas que siempre te arrancan una sonrisa por su manera tan espontanea de contar las cosas. Esta vez venía seria, casi escondiendo las manos, como quien protege un secreto delicado. “Doctor, mis uñas… están hechas un desastre. Me da vergüenza hasta pagar en el supermercado”, me dijo mientras intentaba que no se vieran demasiado. Al mirarlas, observé lo que muchas personas sufren sin saber realmente por qué: uñas quebradizas, desdobladas, opacas, incapaces de aguantar el más mínimo golpe. Y pensé, una vez más, en lo poco que solemos hablar de ellas y en lo reveladoras que pueden ser sobre nuestro estado general.

Las uñas, aunque parezcan simples, son una pequeña proeza biológica. Están formadas por queratina ungueal, una proteína compacta dispuesta en capas que les da rigidez y cierta elasticidad. Esa queratina se produce en la matriz, una diminuta fábrica escondida bajo la cutícula donde nuevas células se dividen y avanzan lentamente hacia la punta a un ritmo de unos dos o tres milímetros al mes. Pero esta fábrica depende de muchos factores: si no tiene materias primas suficientes, si algo interfiere en su funcionamiento o si el entorno externo agrede constantemente, la estructura que produce se debilita. Así es como empiezan las uñas que se escaman, que se parten sin avisar o que parecen hechas de papel.

Una de las causas más habituales es el estado nutricional. La falta de biotina, hierro, zinc o proteínas puede reflejarse directamente en la calidad de la uña. La biotina participa en la queratinización; el hierro ayuda al transporte de oxígeno; el zinc interviene en la reparación celular; las proteínas son la base estructural. Cuando falta alguno de estos “ladrillos”, la pared ya no es tan estable como creíamos. Y aunque vivimos en la era de la suplementación, la solución no siempre pasa por las pastillas: muchas veces basta con revisar la alimentación con un poco de sentido común.

Luego están los factores químicos, esos enemigos silenciosos a los que no solemos prestar atención. El agua y el jabón en exceso -sí, incluso el gesto saludable de lavarse las manos repetidamente- pueden deshidratar la uña. Los productos de limpieza alteran su capa lipídica protectora. La acetona y los esmaltes agresivos debilitan la placa ungueal. Y, cómo no, el esmalte semipermanente: práctico, bonito, resistente… y, en muchos casos, fuente de microtraumas al retirarlo. La uña es porosa, absorbe y se ve afectada por lo que aplicamos sobre ella; no es tan dura e impermeable como aparenta.

A todo esto se suman los factores hormonales. En situaciones como el hipotiroidismo, el embarazo, la menopausia o incluso el estrés crónico, las uñas pueden volverse más frágiles, crecer más lentamente o romperse con facilidad. Al final, igual que la piel o el cabello, las uñas también son un reflejo de cómo funciona el cuerpo por dentro y de cómo responden nuestros tejidos a los cambios biológicos.

¿Qué podemos hacer entonces? Lo más sencillo muchas veces es lo más eficaz: hidratarlas a diario con cremas u óleos específicos, usar guantes para las tareas del hogar, evitar limarlas en exceso, reducir la acetona y alternar periodos sin esmalte, mantener una alimentación rica en proteínas, verduras, huevos y frutos secos, y mantener las uñas cortas mientras recuperan su fuerza. En casos concretos, la suplementación puede ser útil, pero siempre con criterio profesional.

Y, por último, un mensaje amistoso para quienes son devotas del esmalte permanente. Tranquilidad: nadie les pide renunciar a él. Pero recuerden que incluso las uñas necesitan vacaciones.