

Así empezó la consulta de Carmen, una mujer de 52 años que cuida su rostro con disciplina militar: limpieza, sérum, fotoprotector, crema de noche… Pero, como ella misma confesó, “al cuello no le he hecho ni caso”. Y ahí estaba el resultado: piel fina, flácida y con ese tono apagado que delata los años de exposición solar sin protección. Una historia más común de lo que parece.
Durante años hemos centrado la atención estética en el rostro, olvidando que el cuello y el escote son su continuación natural. Estas zonas, sin embargo, tienen una piel mucho más vulnerable. La piel cervical (la del cuello) es más delgada, con menos glándulas sebáceas y una estructura dérmica pobre en fibras elásticas. Además, la musculatura del cuello -especialmente el platisma- trabaja constantemente, marcando líneas verticales y horizontales con el tiempo. Es decir, envejece antes… y peor.
A ello se suma el enemigo número uno: el sol. El escote y el cuello son grandes víctimas de la radiación ultravioleta, sobre todo porque rara vez los protegemos. Nos aplicamos fotoprotector facial y, al llegar al borde de la mandíbula, el dedo se detiene. Resultado: la cara se mantiene tersa, pero justo debajo aparece un mapa de manchas, arrugas y flacidez que contrasta con el rostro cuidado.
El sol no solo pigmenta; también daña las fibras de colágeno y elastina, que son el “andamiaje” interno de la piel. Sin ese soporte, la piel se vuelve más laxa, pierde firmeza y empieza a “caer”. Este proceso se acelera a partir de los 40, cuando la producción natural de colágeno disminuye de forma progresiva, y el ácido hialurónico propio de la piel se reduce, provocando pérdida de volumen y deshidratación.
El cuello tiene además un factor añadido: el llamado “cuello tecnológico”. Pasamos horas mirando hacia abajo, frente a pantallas o móviles, forzando el platisma y marcando pliegues horizontales cada vez más visibles. No es una leyenda urbana: esta postura constante acelera la aparición de arrugas cervicales, sobre todo si la piel ya está deshidratada o con déficit de colágeno.
Desde el punto de vista médico-estético, el envejecimiento del cuello y escote combina tres grandes procesos:
1. Fotoenvejecimiento, por daño solar acumulado (manchas, arrugas finas, textura áspera).
2. Flacidez, por pérdida de colágeno, elastina y grasa subcutánea.
3. Alteración muscular, por la contracción crónica del platisma y la pérdida de tensión de los tejidos.
Por eso, los tratamientos más eficaces suelen ser combinados. En clínica, abordamos el cuello con radiofrecuencia, inductores de colágeno, ácido hialurónico reticulado, mesoterapia revitalizante o incluso pequeñas infiltraciones de neuromoduladores para relajar el platisma y mejorar el contorno mandibular. En el escote, técnicas como el láser fraccionado o la bioestimulación con plasma rico en plaquetas (PRP) ayudan a mejorar la textura y el tono.
Pero ningún tratamiento sustituye la prevención. Lo primero es lo más sencillo: extender la rutina facial hasta el escote. Lo que aplicas en la cara -limpieza, hidratación, antioxidantes y fotoprotector- debe llegar, literalmente, “hasta donde empieza el pecho”. Los productos con retinoides, vitamina C o péptidos también son grandes aliados para mantener la firmeza y estimular el colágeno.
Un detalle importante: el cuello y escote toleran peor las concentraciones altas de activos, así que conviene introducirlos gradualmente o con fórmulas específicas. Y no olvidemos el gesto: aplicar la crema con movimientos ascendentes, evitando tirar de la piel hacia abajo.
El envejecimiento del cuello y escote es, en realidad, un recordatorio de que la belleza no se limita al rostro. No tiene sentido cuidar solo “la mitad visible” del espejo. La armonía estética se construye de forma global, respetando la continuidad entre cara, cuello y escote, igual que cuidamos cuerpo y mente como un todo.
Como le dije a Carmen al despedirnos: “Tu cuello también quiere que lo mimes”. Ella sonrió, prometió empezar esa misma noche y, un mes después, volvió radiante. No porque hubiera rejuvenecido veinte años, sino porque había comprendido lo esencial: el verdadero cuidado no empieza en la cara, sino en la conciencia de cuidarse por completo.