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Isabel Marco

Si eres de esas personas de costumbres y sueles leer esta columna, podrás deducir algunas cosas sobre mí: No me gustan las guerras, amo la naturaleza, soy “rural-power” y, sobretodo, despistada.

El despiste más común en mi vida, que últimamente es recurrente, lo conoce bien quien tiene la suerte o la desgracia de convivir conmigo o de trabajar conmigo, es el de no saber dónde está mi móvil.

No sé si es porque, de un tiempo a esta parte, le tengo menos simpatía que antes por eso de que las redes sociales quieren absorber nuestros cerebros o porque simplemente voy perdiendo facultades, pero la verdad es que no tengo ninguna gana de que fagociten mi materia gris, ni de que hagan negocio de lo que consulto; no soy sólo datos y no, no estoy en venta.

Cada vez me gusta menos el móvil y me pongo de más mala leche si pienso que, en el tráfico de personas en la actualidad también debería incluirse el tráfico de sus datos. Los estamos regalando para que unos pocos se lucren a nuestra costa, no es justo que no nos aporten nada.

Así es como creo que he llegado a este punto de ir perdiendo el móvil por cualquier lado. Mi subconsciente está preocupado por ese seguimiento, por ser absorbido; pero mi parte consciente sabe de la necesidad del móvil por eso de estar localizable por y para esas personas que dependen de mí o pueden necesitar mi ayuda en un momento determinado del día.

Sí, me cabreo conmigo misma cada vez que lo pierdo, cada vez que lo ignoro porque lo tengo en silencio desde la noche anterior, pero es que mi subconsciente me dice: pierde de vista a este virus.

A ratos no lo oigo porque está en silencio o en lo más profundo del bolso; otras veces es casualidad y me llaman justo cuando estoy, en la ducha o en el baño y luego tardo mucho tiempo en mirarlo, no me gusta ir al baño con el teléfono porque aumenta el riesgo de prolapsos; si sueles hacerlo, !cuidado!

La última de las aventuras fue encontrarlo dentro del armario, en silencio y con poca batería. Me costó un rato localizarlo y muchas llamadas de teléfono. Además, le había activado sin querer un contestador automático del propio móvil que nadie sabía desconfigurar y que hacía que mi móvil sólo diese cuatro tonos; toda una odisea. Finalmente supe volver sobre mis propios pasos y, después de mirar e intentar escuchar vibraciones por todas las habitaciones de la casa, abrí el armario que tanto le gusta visitar a mi gato y ahí estaba, con su 1% de batería preparado para salir a la calle.

La gente que me conoce ya se ríe cuando digo mi frase: Ya no sé dónde he dejado el móvil. Hoy, sin ir más lejos, me ha pasado por la mañana; con las prisas lo he metido en otro bolsillo del bolso que no es el suyo y, cuando lo he querido buscar, he mirado y no estaba, después he mirado en los bolsillos del abrigo, en los diferentes compartimentos del coche y, justo antes de pedir el comodín de la llamada, ha aparecido tan feliz en el bolso.

Por la tarde lo he tenido que buscar porque lo había apoyado en un estante cualquiera de casa y más tarde, en el súper; después de sacarlo para los puntos he pensado que lo había metido dentro de la bolsa de la compra y he tenido que vaciarla, no estaba allí, el móvil reposaba tranquilo en el bolsillo trasero de mi pantalón.

Supongo que no seré única en mi especie, pero tengo la sensación de querer volver a eso de antes: a un móvil que llame, que mande mensajes y que haga fotos.

La verdad es que todo lo demás empieza a sobrarme; prefiero que mi cerebro no sea absorbido por una nube de datos que por su nombre parece volátil e inocente pero que, además del cerebro, nos va a chupar el agua, la energía y el entorno.