Y el verbo se hizo carne. Y el verbo era Dios. El día que un toro segó la vida de Joselito el Gallo, (el Dios taurómaco), Rafael Guerra, Guerrita, "impresionadísimo y con gran sentimiento" daba el pésame a Rafael, hermano del exangüe diestro, proclamando que "se acabaron los toros". La edad de oro del toreo moría aquel día en Talavera, acompañando en el postrer viaje al pequeño de los Gallos, aquel que, junto a Juan Belmonte, transmutó la tauromaquia en religión.
Pero el 29 de junio de 1997 fue la boda de Caná taurina. Y no en Galilea, si no en Burgos, se encarnó el dios del toreo en un joven sevillano, aún imberbe, que cortó sus dos primeras orejas como matador de toros. Ya antes, en su carrera novilleril, traía cierta aureola de santidad el cigarrero. Pasó Jesucristo cuarenta días y cuarenta noches ayunando en el desierto. Y Morante hubo de vivir su travesía en el yermo. Lo tentó el diablo en su primera retirada, en 2004, en forma de problemas psiquiátricos que lo han acompañado a lo largo de toda su vida. Volvió a tentarlo en 2007, cuando perdió la ilusión, y en 2017, desencantado con un sistema en el que los toreros artistas nunca habían mandado. Probablemente, la personalidad del sevillano, sus idas y venidas, han ido marcadas por la condición de su salud mental, el verdadero contrincante con el que ha debido ir lidiando durante toda su existencia.
Y, desde entonces, a pesar de las decepciones, de la pandemia, de la enfermedad, Morante se ha erigido como el baluarte principal de la tauromaquia. En pleno covid se echó a las espaldas al sector, como lider indiscutible. Revivió, en el veintiuno, encastes que las figuras no quieren ver ni en las fincas. Alcanzó las cien corridas para homenajear a Joselito en la temporada del veintidós, replicando suertes y tauromaquias antiguas, embebido de ese Gallo que ha sido para él inspiración y fuente de sabiduría. Hizo que los jóvenes reviviesen aquellas escenas en las que los belmontistas querías sacar las andas de la iglesia sevillana de Santa Ana para llevar a Juan, cual santo pagano, hasta su casa, portando en volandas a Morante hasta el Wellington, y manteniendo la celebración de su primera puerta grande en Madrid hasta altas horas de la noche bajo la habitación del sevillano, velando, como los rocieros el Lunes de Pentecostés antes del salto de la verja de la Blanca Paloma. Pero el milagro más repetido de Morante tiene que ver con la relatividad del tiempo. Porque hay muletazos que el de la Puebla ha pegado tan, tan despacio que aún perduran, consiguiendo parar los relojes. Matando al tiempo de una manera solo al alcance de los dioses. Ese milagro, no por recurrente, es menos importante que todos los demás.
Hubieron profetas antes, como Curro o Paula. Y la religión morantista seguirá viva en sus apóstoles, como Pablo Aguado o Juan Ortega, San Pedro y San Juan, quienes predicarán el mensaje emitido por José Antonio. Pero yo, como morantista viejo que soy, se que el Arte murió el pasado doce de octubre de dos mil veinticinco. Ahora, seguidor irredento uno, solo me queda aferrarme a que, como Jesús de Nazaret, Morante de la Puebla, quizá el mejor torero de todos los tiempos, resucite al tercer día.
Pero el 29 de junio de 1997 fue la boda de Caná taurina. Y no en Galilea, si no en Burgos, se encarnó el dios del toreo en un joven sevillano, aún imberbe, que cortó sus dos primeras orejas como matador de toros. Ya antes, en su carrera novilleril, traía cierta aureola de santidad el cigarrero. Pasó Jesucristo cuarenta días y cuarenta noches ayunando en el desierto. Y Morante hubo de vivir su travesía en el yermo. Lo tentó el diablo en su primera retirada, en 2004, en forma de problemas psiquiátricos que lo han acompañado a lo largo de toda su vida. Volvió a tentarlo en 2007, cuando perdió la ilusión, y en 2017, desencantado con un sistema en el que los toreros artistas nunca habían mandado. Probablemente, la personalidad del sevillano, sus idas y venidas, han ido marcadas por la condición de su salud mental, el verdadero contrincante con el que ha debido ir lidiando durante toda su existencia.
Y, desde entonces, a pesar de las decepciones, de la pandemia, de la enfermedad, Morante se ha erigido como el baluarte principal de la tauromaquia. En pleno covid se echó a las espaldas al sector, como lider indiscutible. Revivió, en el veintiuno, encastes que las figuras no quieren ver ni en las fincas. Alcanzó las cien corridas para homenajear a Joselito en la temporada del veintidós, replicando suertes y tauromaquias antiguas, embebido de ese Gallo que ha sido para él inspiración y fuente de sabiduría. Hizo que los jóvenes reviviesen aquellas escenas en las que los belmontistas querías sacar las andas de la iglesia sevillana de Santa Ana para llevar a Juan, cual santo pagano, hasta su casa, portando en volandas a Morante hasta el Wellington, y manteniendo la celebración de su primera puerta grande en Madrid hasta altas horas de la noche bajo la habitación del sevillano, velando, como los rocieros el Lunes de Pentecostés antes del salto de la verja de la Blanca Paloma. Pero el milagro más repetido de Morante tiene que ver con la relatividad del tiempo. Porque hay muletazos que el de la Puebla ha pegado tan, tan despacio que aún perduran, consiguiendo parar los relojes. Matando al tiempo de una manera solo al alcance de los dioses. Ese milagro, no por recurrente, es menos importante que todos los demás.
Hubieron profetas antes, como Curro o Paula. Y la religión morantista seguirá viva en sus apóstoles, como Pablo Aguado o Juan Ortega, San Pedro y San Juan, quienes predicarán el mensaje emitido por José Antonio. Pero yo, como morantista viejo que soy, se que el Arte murió el pasado doce de octubre de dos mil veinticinco. Ahora, seguidor irredento uno, solo me queda aferrarme a que, como Jesús de Nazaret, Morante de la Puebla, quizá el mejor torero de todos los tiempos, resucite al tercer día.