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El humo siempre pasa factura El humo siempre pasa factura

El humo siempre pasa factura

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Joan Izquierdo

Hace unos días se aprobó en España una nueva ley que vuelve a poner más restricciones al tabaco. Una norma más restrictiva, que incluye también a los vapeadores y busca protegernos a todos del humo -y de sus modernos parientes electrónicos-. La noticia ha sido portada en medios y muy comentada en las típicas tertulias, pero más allá de titulares lo importante es recordar por qué se legisla en este sentido: porque fumar, vapear o encender una cachimba sigue siendo perjudicial para la salud, tanto del que consume como de quienes lo rodean.

El tabaco no necesita carta de presentación. Es responsable de miles de muertes prematuras cada año y sigue siendo la primera causa prevenible de enfermedad en nuestro entorno. Cada cigarrillo es una pequeña fábrica de tóxicos: más de 7.000 sustancias químicas viajan con el humo, y al menos 70 de ellas son claramente cancerígenas. La lista de consecuencias es larga y conocida: cáncer de pulmón, enfermedad pulmonar obstructiva crónica, infartos, ictus, problemas circulatorios… pero también arrugas prematuras, envejecimiento de la piel, pérdida de piezas dentales, osteoporosis, disminución de la fertilidad o complicaciones en el embarazo. El tabaco no sólo acorta la vida, también empeora la calidad de los años vividos.

Con los vapeadores ocurre algo parecido. Nacieron con la etiqueta de “alternativa menos dañina”, pero la realidad es que no son inocuos. Sus líquidos, con o sin nicotina, liberan partículas que dañan los pulmones y alteran el sistema cardiovascular. A menudo los usuarios creen que inhalan vapor de agua, cuando en realidad introducen en su cuerpo un cóctel de sustancias irritantes, metales pesados y compuestos químicos que todavía se siguen estudiando. Y aunque quizás no huelan tanto ni manchen los dedos de amarillo, el riesgo para la salud está ahí.

En cuanto a las cachimbas, conviene desterrar la idea de que son inofensivas por llevar agua en la base. Una sesión de cachimba puede equivaler a fumar decenas de cigarrillos, con la diferencia de que el humo, al ser más fresco y aromatizado, se inhala en mayor cantidad y más profundamente. En muchos jóvenes, además, se convierte en un hábito social, aparentemente inocente, que normaliza el consumo de tabaco en grupo.

La juventud merece una mención especial en todo esto. Cada vez más adolescentes y veinteañeros se inician en la nicotina a través de un vapeador de colores o de una cachimba compartida en una terraza. Creen que es algo pasajero, que lo dejan cuando quieran, pero lo cierto es que cuanto antes se empieza, más fuerte es la dependencia y más difícil resulta dejarlo. El cerebro joven es especialmente vulnerable a la adicción, y lo que parece un entretenimiento de fin de semana puede convertirse en un hábito diario. Retrasar ese inicio, o mejor aún, evitarlo, es la mejor estrategia de prevención.

Dejar el tabaco, sea en la forma que sea, siempre merece la pena. Nunca es tarde para abandonar el hábito: a los pocos días mejora la circulación y la oxigenación de la sangre; al cabo de unas semanas, la tos y la fatiga disminuyen; en meses se reduce el riesgo de infarto, y en unos años el riesgo de cáncer o enfermedad pulmonar empieza a acercarse al de una persona que nunca fumó. La recuperación es real y medible, y quienes lo logran suelen notar un aumento en su calidad de vida, en la capacidad de esfuerzo físico, en el sabor de los alimentos, en la energía diaria.

Por eso, más allá de leyes y prohibiciones, lo fundamental es la conciencia personal: entender que el tabaco, el vapeo o la cachimba no son un juego, sino un enemigo silencioso que roba años de vida. La buena noticia es que nunca es tarde para decir basta. Cada cigarrillo no fumado, cada calada evitada, es un paso hacia una salud mejor. Y aunque dejarlo no siempre es fácil, con apoyo médico y motivación sí es posible. Respirar aire limpio, sin humo ni vapor, sigue siendo uno de los regalos más sencillos y valiosos que podemos hacernos.