Nicolás Sarkozy arrasa con su Diario de un prisionero, del que ha vendido más de 100.000 copias en siete días, pocas semanas después de que el rey emérito, Juan Carlos I, intentara lo mismo con su Reconciliación (con mucho menos éxito, todo hay que decirlo). En octubre, Luis Rubiales, el ex presidente de la Federación Española de Fútbol (no sé por qué a estas alturas lo pongo en mayúsculas) publicó Matar a Rubiales y en noviembre, la cantante Pastora Soler sacó a la venta Cuando se apagan las luces, aparecen las estrellas.
Durante décadas, escribir un libro fue un gesto casi sagrado. Implicaba tiempo, oficio, una voz reconocible y, sobre todo, una necesidad auténtica de contar algo extraordinario. Hoy, ese gesto parece haberse devaluado. Escribir un libro se ha convertido en una credencial social, en un objeto de marketing que enriquece a unos pocos y empobrece un arte que está a punto de dejar de serlo. Celebridades, influencers, políticos en retirada: todos parecen sentir que su experiencia merece encuadernarse.
Estos nuevos “autores” creen que un libro les legitima y les otorga una pátina de profundidad intelectual, que hasta el momento de vender, curiosamente, nunca habían perseguido. ¿Se autoengañan o pretenden engañarnos? Mientras los estantes de las librerías se llenan de novedades que van desde un inventario de mentiras hasta historias que podría haber escrito cualquiera (y no necesariamente quien la firma) los escritores de verdad se tienen que pelear con las editoriales para que se lean sus manuscritos. Eso, además de sortear ofertas que les intentan engañar para que pongan dinero por escribir.
También aquí hay que separar el grano y la paja, por supuesto; pero, por lo menos, estos autores tienen el valor de pelear contra viento, marea y plumas advenedizas sin ningún respeto por el esfuerzo titánico de escribir. No pretendo hacer un alegato contra las autobiografías (García Márquez, Winston Churchill o Isak Dinesen, me perdonen) solo reivindicar el noble oficio de escribir.
Durante décadas, escribir un libro fue un gesto casi sagrado. Implicaba tiempo, oficio, una voz reconocible y, sobre todo, una necesidad auténtica de contar algo extraordinario. Hoy, ese gesto parece haberse devaluado. Escribir un libro se ha convertido en una credencial social, en un objeto de marketing que enriquece a unos pocos y empobrece un arte que está a punto de dejar de serlo. Celebridades, influencers, políticos en retirada: todos parecen sentir que su experiencia merece encuadernarse.
Estos nuevos “autores” creen que un libro les legitima y les otorga una pátina de profundidad intelectual, que hasta el momento de vender, curiosamente, nunca habían perseguido. ¿Se autoengañan o pretenden engañarnos? Mientras los estantes de las librerías se llenan de novedades que van desde un inventario de mentiras hasta historias que podría haber escrito cualquiera (y no necesariamente quien la firma) los escritores de verdad se tienen que pelear con las editoriales para que se lean sus manuscritos. Eso, además de sortear ofertas que les intentan engañar para que pongan dinero por escribir.
También aquí hay que separar el grano y la paja, por supuesto; pero, por lo menos, estos autores tienen el valor de pelear contra viento, marea y plumas advenedizas sin ningún respeto por el esfuerzo titánico de escribir. No pretendo hacer un alegato contra las autobiografías (García Márquez, Winston Churchill o Isak Dinesen, me perdonen) solo reivindicar el noble oficio de escribir.
