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Cuando el respeto se rompe Cuando el respeto se rompe

Cuando el respeto se rompe

Y cuando miramos hacia otro lado ante una burla, un insulto, un ataque, estamos contribuyendo a que la convivencia se vaya rompiendo, hilo a hilo
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José Iribas S. Boado

Hay historias que nos sirven de espejo. A veces para reírnos un poco; otras, para mirarnos con cierta vergüenza. La que voy a contarte hoy pertenece a este segundo grupo. Pero conviene traerla a colación, porque el respeto -el verdadero- anda algo escaso. Si no me crees, asómate a la ventana de cualquier medio de comunicación y mira las noticias.

Pero ahora me voy a otro medio de comunicación (o, mejor, de transporte). A un avión.

Viajemos. Y viajemos en el tiempo.

Año 1998. Vuelo de British Airways. Una pasajera sube al avión y descubre que su asiento está junto al de un hombre de raza negra. No tarda ni medio minuto en llamar a la azafata. “No puedo sentarme al lado de una persona tan desagradable”, afirma, convencida de que la simple frase justifica el desprecio.

La auxiliar respira hondo, explica que el vuelo va completo y promete buscar una solución. Mientras tanto, la señora se acomoda, convencida de que la razón está de su parte. Y de que el mundo, tarde o temprano, le dará lo que ella cree merecer.

Minutos después, la azafata vuelve. Y anuncia:

- El avión va lleno… pero hemos encontrado un asiento libre en primera clase.

La pasajera sonríe, satisfecha. Hasta que la auxiliar añade:

- El capitán me ha pedido que no obliguemos a nadie a viajar junto a una persona tan desagradable. Señor -dirigiéndose al hombre-, ¿quiere acompañarme? Tenemos un sitio para usted en primera.

El pasaje entero se levantó a aplaudir. No por humillar a la mujer, sino porque, de vez en cuando, la justicia también viaja en avión.

Sé que hay quien dirá que “estas cosas ya no pasan”. Pero pasan. Y no sólo en los vuelos. Ojalá se quedaran allí. Lo vimos después, por ejemplo, en Granada: una religiosa brutalmente agredida por el sólo hecho de ser monja. Sin más motivo que el odio.

Y hace menos tiempo, una capilla de la Universidad Autónoma de Madrid atacada con artefactos incendiarios. El mensaje pintado en la pared lo decía todo: “La iglesia que ilumina es la que arde”. No pasa sólo en España, obvia y desgraciadamente.

En medio de este clima, muchos guardan silencio. Un silencio cómodo para algunos, cómplice para otros. Ese mismo silencio del poema atribuido a Brecht -aunque lo escribiera Niemöller-: “Luego vinieron a por mí… y ya no quedaba nadie que dijera nada”.

No, no exagero. Porque cuando dejamos pasar una agresión “porque no es de los nuestros” o por no comprometernos, estamos abriendo la puerta a que mañana le toque a cualquiera.

Y cuando miramos hacia otro lado ante una burla, un insulto, un ataque, estamos contribuyendo a que la convivencia se vaya rompiendo, hilo a hilo.

Me contaba hace poco un residente de CampusHome -jóvenes de 74 países conviven allí, así que saben de lo que hablan- que lo que más le sorprendió al llegar a España fue la facilidad con la que aquí se mezclan personas muy distintas. Razón de más para no perder esa virtud.

Porque convivir no es estar de acuerdo en todo. Es respetar lo que el otro es, incluso cuando no compartes lo que piensa y hasta estás en sus antípodas. Es tratar con la misma dignidad a quien reza que a quien no, a quien viste hábito que a quien lleva piercing, a quien cruza el cementerio con flores que a quien lo hace con arroz (¿recuerdas el último artículo?). Eso -y no la imposición- es lo que construye una sociedad digna de ese nombre.

Que no tengamos que esperar a subirnos a un avión para ver un gesto claro de justicia. Bastaría con que cada uno pise suelo y deje de reír la gracia fácil, de justificar la agresión “porque algo habrá hecho”, de callar cuando lo que toca es decir: “Así, no”.

A fin de cuentas, el respeto no se exige: se ejerce. Y es, probablemente, el mayor patrimonio cívico que tenemos. Sin él… ya me dirás qué queda.