A veces una historia sencilla basta para desarmarnos. Ésta me la contó un amigo hace años y aún hoy me acompaña. Habla de un anciano, sí, pero podría hablar de cualquiera que arrastra una soledad que no ha elegido y que casi nunca se ve. Volvemos al tema del que te hablé el viernes pasado, pero esta vez con personas mayores; ancianas, más en concreto.
El viejo se sentaba cada tarde en un taburete, pegado a la fachada de su casa. Ni siquiera el sol se acercaba a él. Un joven pasó un día por delante. Lo saludó amable y rápidamente con una sonrisa, casi por inercia. Nada más.
A los pocos pasos creyó ver cómo una lágrima le resbalaba al anciano por la mejilla. Dudó si volver. Estuvo a punto. Y “a punto” ya sabemos lo que significa: que no regresó.
Aquella noche no durmió bien. No era culpa, ni pena… era una sensación más profunda, la de haber dejado pasar algo -a alguien, mejor dicho- que pedía atención. Al día siguiente decidió volver. Lloviznaba. El taburete seguía allí, vacío. Llamó a la puerta. Le abrió un hombre de unos cincuenta años.
- Busco al anciano -dijo.
- Mi padre murió anoche -respondió el hijo.
Lo invitó a entrar. Le ofreció un café y, sin muchas palabras, sacó un cuaderno. El diario del abuelo. En la última página había una frase escrita el día anterior:
“Hoy me regalaron una sonrisa plena y un saludo amable. Hoy es un día hermoso”.
El joven tuvo que sentarse. Comprendió de golpe lo que puede significar un gesto mínimo para alguien que vive solo: una mirada, un saludo, un reconocimiento. Algo tan simple y tan olvidado.
El hijo, con los ojos húmedos, añadió:
- Si yo hubiera venido a verlo al menos una vez este año… quizá esa sonrisa no habría significado tanto.
Ahí estaba el drama. La soledad de nuestros mayores no hace ruido. No protesta. No da problemas. Se esconde detrás de frases hechas: “todo bien”, “voy tirando”, “no te preocupes”. Y, mientras, pesa como una losa.
La vemos todos los días sin verla de verdad: en el ascensor, en el portal, en la tienda de siempre.
Personas que hacen como que no pasa nada porque nadie pregunta, porque no quieren molestar, porque ya se han acostumbrado al silencio.
Nos cuesta parar. Nos cuesta mirar. Vamos con prisa incluso para lo importante. Pero no hace falta un gran plan para aliviar esa soledad: un rato de conversación, un “¿cómo estás?”, una visita breve. Diez minutos pueden ser el momento más cálido de toda una semana.
Este artículo no busca señalar a nadie. Es una invitación.
Podemos hacer más. Mucho más. Y no requiere un esfuerzo heroico.
A veces basta una sonrisa. Un saludo. Un pequeño gesto que, sin saberlo, convierte un día cualquiera… en un día brillante. Luzca o no el sol, se ilumina la jornada.
