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El respeto no atiende ni de arroz ni de flores El respeto no atiende ni de arroz ni de flores

El respeto no atiende ni de arroz ni de flores

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José Iribas S. Boado

Todos somos iguales. Y todos diferentes. No es ninguna contradicción: es la vida misma. La dignidad no entiende de tamaños, acentos, creencias ni costumbres. Pero el respeto, ese que tanto reclamamos, a veces sí entiende… y entiende mal.

Déjame empezar por una anécdota que lo explica mejor que cualquier tratado. Están dos personas en el cementerio de una ciudad occidental. Uno, de origen chino, coloca con cuidado un plato de arroz junto al nicho de un familiar. El otro, que acaba de dejar un ramo de flores en el panteón de su madre, no puede resistirse a la pulla:

- ¿Cuándo esperas que se coma el arroz?

La respuesta llega limpia, pero afilada, con un gesto de dignidad:

- Tan pronto como el tuyo huela las flores.

No hace falta añadir nada más. En dos frases, una lección completa. Somos distintos, sí. ¿Y qué? Lo importante es aprender a mirarnos sin burla, sin soberbia, sin esa manía tan humana de sentirnos por encima del que no hace las cosas como nosotros.

Lo leí hace poco y es una verdad que conviene grabarnos: cada persona con la que te cruzas está librando una batalla que tú no ves. Por eso, ser amable no es una opción: es casi una obligación moral.

El problema es que el respeto lo exigimos mucho… y lo practicamos poco. A veces nada. Incluso quienes lo reclaman con más énfasis son los primeros en negarlo a quien piensa distinto. Como si el respeto fuera un privilegio y no un derecho.

Me encontré estos días con varias reflexiones que merecen ser recordadas. “El respeto es una calle de dos direcciones: si lo quieres recibir, tienes que darlo”, escribió G. Risch. También decía Martin Luther King que hemos aprendido a volar como los pájaros y a nadar como los peces, pero no a vivir como hermanos. No se puede decir mejor. Basta mirar cómo está el patio.

Porque al final, convivir es eso: aceptar que hay quien pone arroz, quien pone flores, quien reza, quien no reza, quien expresa su fe en público y quien no, o quien no la tiene. Y todos, absolutamente todos, merecen que se les trate con la misma educación que reclamamos para nosotros.

A mí me gustan las personas capaces de convivir con quienes piensan distinto. Las que no necesitan levantar la voz para defender sus ideas. Las que saben que escuchar no es perder dignidad, sino ganarla. Las que no juzgan un libro por la cubierta ni a una persona por el primer vistazo. Es más: no me gustan las personas que juzgan. Salvo, naturalmente, los jueces y magistrados. Que hacen un gran servicio.

Si algo aprendemos en lugares como CampusHome, donde conviven jóvenes de 74 países, es que la diversidad no es un problema: es un máster acelerado en humanidad.

Termino. Ojalá nos parezcamos más al hombre que no se burló del arroz, sino que aprendió la lección. Porque en tiempos crispados como estos, el respeto no es un adorno: es una forma de vivir. Y, sobre todo, de convivir.