

“Tengo más de 40 -años- pero valgo mucho”. Así rezaba, tachón incluido, el mensaje que un conocido publicó en LinkedIn hace algún tiempo. Donde ponía 40, alguien corrigió: 55. Y ahí estaba el “pero”, clavado como una espina. Me dolió leerlo. Porque la frase debería haber sido: “Tengo más de 55 y valgo mucho”.
Bajo aquel texto se añadía: “En contra de la discriminación por la edad en el empleo”. Y pensé en tantos rostros que conozco, en amigos que sufren hoy en sus propias carnes esa cruz. Hombres y mujeres competentes, formados, con experiencia, que se han visto apartados de un trabajo digno solo porque suman años.
No es difícil empatizar. Tengo 63. Y, a estas alturas, uno se pone con más facilidad en esos zapatos. Imagino lo que debe de ser abrir los ojos un día, y otro, y otro más, sin horizonte a la vista. Ver pasar las hojas del calendario sin que nada más que las hojas pase.
Una lacra que duele: el desempleo a esa edad golpea doblemente. Por un lado, la obligación -y la ilusión- de sostener a la familia. Por otro, el mazazo a la autoestima: la sensación injusta de que ya no cuentas. Cuando, en realidad, tienes mucho que dar.
Porque trabajar no es solo llevar un sueldo a casa. Es también aportar lo mejor de ti, desde tu profesión, a la sociedad. Colaborar en algo más grande que uno mismo. Es un derecho y también un deber, negado tantas veces a quienes superan la cincuentena.
A ellos, y a quienes deciden si contratar o no, les recuerdo unas palabras de Ingmar Bergman: “Mientras se sube a la montaña, las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre, más amplia y serena”. Esa serenidad no la compra ninguna startup ni se improvisa con un cursillo exprés.
La experiencia importa: La escritora Madeleine L’Engle lo resumía así: “Lo bueno de envejecer es que no pierdes todas las otras edades que has vivido”. Emerson lo completaba: “Los años enseñan muchas cosas que los días jamás llegan a conocer”.
Los trabajadores maduros saben lo que vale un peine -aunque muchos ya apenas lo necesiten-. Conocen los ritmos de la empresa, la importancia de la perseverancia y la diferencia entre lo urgente y lo importante. Y están dispuestos a seguir peleando el partido, aunque sea en la prórroga o los penaltis.
Una voz que merece ser escuchada: quiero ser altavoz de quienes se levantan cada mañana con la mochila cargada de dignidad. De los que, cuando pierden un tren, no se quedan en el andén lamentándose, sino que buscan el siguiente. De los que no se permiten renunciar a la esperanza, porque saben que “los años arrugan la piel, pero renunciar a la esperanza marchita el alma”.
Son necesarios. No sobra ninguno. No tienen un “pero” por razón de edad: son sensatos, responsables, perseverantes, equilibrados. Personas dispuestas a dar lo mejor de sí mismas… si alguien les ofrece la oportunidad que merecen.
Comencé con un mensaje de LinkedIn.
Termino con la misma frase con la que cerraba aquel texto, pero cambiándole un matiz esencial: Comparte y dale a me gusta si crees que todos valemos. Sin peros.