

Europa Press
El silencio es complicidad, escribió el periodista Anas al Sharif en abril. No hay texto más honesto que el que uno deja escrito para después de muerto. Aunque, como los otros 242 periodistas asesinados en Gaza, seguro preferían contar lo que han visto, lo que no queremos ver.
Bauman explicaba que el terror que impregna nuestro recuerdo del Holocausto es, a la vez, la certeza de que lo que ocurrió hace menos de 100 años es más que una aberración. Es “la angustiosa sospecha” de que lo que vemos es un rostro distinto de la sociedad moderna, de esa sociedad que admiramos.
Es la misma congoja que te parte al mirar a los ojos de los niños que mueren de hambre en Gaza. Por eso quitamos la vista de las mantas con sangre entre los escombros polvorientos. Preferimos hablar de ola de calor, porque entre los escombros se han perdido familias enteras y nuestra dignidad como humanidad.
Les confieso que hasta hoy no había entendido bien a Bauman. Cuando dice que el antisemitismo fue un factor del Holocausto, pero que lo que hay que desentrañar son los factores sociales, políticos y psicológicos que llevan de odiar a alguien a asesinar a miles de personas día a día, burocráticamente. Cuando razona que tras esa “cultura de jardín” de cuidar las plantas cultivadas y arrancar las malas, aplicada a los gobiernos, residen dos creencias destructivas: la vida ideal y que hay que administrar a las personas. Solo hay que añadirle poder y concentración de recursos. Todo confluyó en el Holocausto, como hoy en Israel o Estados Unidos.
Les confieso que no sé si sirve, pero aún más inútil es seguir indiferentes. ¿No estarían más contentos si les dijera que todos los que lo hicieron estaban locos? Preguntaba Hilberg, el gran historiador del Holocausto.
Hoy querríamos escuchar que lo que pasa en Gaza no tiene nada que ver con nosotros. Quizá la pregunta, la que me gustaría responder con ustedes es ¿qué podemos hacer? Para compartir la respuesta con nuestros hijos.
Bauman explicaba que el terror que impregna nuestro recuerdo del Holocausto es, a la vez, la certeza de que lo que ocurrió hace menos de 100 años es más que una aberración. Es “la angustiosa sospecha” de que lo que vemos es un rostro distinto de la sociedad moderna, de esa sociedad que admiramos.
Es la misma congoja que te parte al mirar a los ojos de los niños que mueren de hambre en Gaza. Por eso quitamos la vista de las mantas con sangre entre los escombros polvorientos. Preferimos hablar de ola de calor, porque entre los escombros se han perdido familias enteras y nuestra dignidad como humanidad.
Les confieso que hasta hoy no había entendido bien a Bauman. Cuando dice que el antisemitismo fue un factor del Holocausto, pero que lo que hay que desentrañar son los factores sociales, políticos y psicológicos que llevan de odiar a alguien a asesinar a miles de personas día a día, burocráticamente. Cuando razona que tras esa “cultura de jardín” de cuidar las plantas cultivadas y arrancar las malas, aplicada a los gobiernos, residen dos creencias destructivas: la vida ideal y que hay que administrar a las personas. Solo hay que añadirle poder y concentración de recursos. Todo confluyó en el Holocausto, como hoy en Israel o Estados Unidos.
Les confieso que no sé si sirve, pero aún más inútil es seguir indiferentes. ¿No estarían más contentos si les dijera que todos los que lo hicieron estaban locos? Preguntaba Hilberg, el gran historiador del Holocausto.
Hoy querríamos escuchar que lo que pasa en Gaza no tiene nada que ver con nosotros. Quizá la pregunta, la que me gustaría responder con ustedes es ¿qué podemos hacer? Para compartir la respuesta con nuestros hijos.