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Errar es humano Errar es humano
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José Iribas S. Boado

Hay frases que repetimos sin pensar: “rectificar es de sabios”. La decimos con naturalidad, como quien suelta un refrán de toda la vida. Y sin embargo, si miramos alrededor -o mejor dicho, incluso hacia adentro- comprobamos que rectificar, lo que se dice rectificar… nos cuesta horrores. A todos. Aunque quizás no tanto como a algunos de quienes nos gobiernan: esos que nunca fallan. ¡Ejem! Todo lo hacen bien, y la culpa siempre está en el otro. Y por eso, muchos “responsables” políticos nunca “responden”.

Me acordé de esto de rectificar un 28 de enero, festividad de Santo Tomás de Aquino. Un gigante de la inteligencia, doctor de la Iglesia, a quien no se recuerda precisamente por dudar de sí mismo. Y sin embargo, existe una escena de su juventud que lo retrata mejor que cien volúmenes de sus obras.

Tomás, novicio aún, fue corregido en público por un maestro. Le señalaron un error en latín. Y él, conocedor como pocos de esa lengua, sabía que no había fallado. Aun así, aceptó la corrección, pidió disculpas y siguió leyendo. Como si nada.

Otro -tú, yo, cualquiera- habría replicado, como mínimo: “Disculpe, pero tengo razón”. Incluso con tono ofendido. Porque ya se sabe: nadie soporta que le enmienden la plana cuando está convencido de tener la verdad de su lado.

Pero Tomás no era “cualquiera”. Cuando sus compañeros, sorprendidos, le preguntaron por qué se había dejado corregir, respondió con serenidad: “Más vale una falta de gramática que una falta de humildad”. Ahí está todo. En bien pocas palabras. A ver si alguno toma nota.

Hoy nos hace falta esa lección como el pan. Vivimos tiempos en los que el error se vive como humillación, no como aprendizaje. Y a veces se esconde. Tiempos en los que algunos prefieren chocar contra la realidad antes que admitir que quizá deban ajustar el rumbo. Donde la terquedad se viste a veces de firmeza… y el orgullo, de carácter. Y así nos va.

En CampusHome lo vemos en jóvenes brillantes: los que más crecen no son los que nunca se equivocan, sino los que escuchan, preguntan, (se) matizan o se levantan cuando caen. Los que entienden que reconocer un fallo no te empequeñece, sino que te hace más real y hasta mejor.

Rectificar no nos resta autoridad: la legitima. Rectificar no es rendirse: es aprender. Rectificar no es bajarse del barco: es evitar que se hunda.

Y a veces -conviene recordarlo- rectificar es tan sencillo como decir: “me equivoqué, perdón”. Aunque ya sabemos que para algunos la palabra “perdón” es más difícil de pronunciar que “desoxirribonucleico” o que “esternocleidomastoideo”.

Ojalá aprendamos. Ojalá todos tengamos, alguna vez al menos, un poco de Santo Tomás de Aqui… no. Menos obsesión por tener la razón… y más humildad.

Al fin y al cabo, sólo tropieza mil veces el que se empeña en caminar de forma altiva y… con los ojos cerrados.