

Tengo una corazonada más de que esto se va a la mierda. Bueno, es más bien un síntoma, o una muestra más de mi destartalada teoría de relaciones inverosímiles pero creíbles de este mundo globalimbecilizado. El asunto que nos ocupa en la columna de hoy es un asunto cremoso. Recuerdo uno de mis poemas publicados en Entre las horas que pasan, del sello editorial de la Plataforma de Poetas por Teruel, termina en una estrofa con el verso “ligeramente ataviado con la espuma del tiempo”.
Nos dice la RAE, entre otras acepciones relacionadas con emulsiones, burbujas, jugos, claras e impurezas, que la espuma es “cosa o hecho carente de importancia, consistencia o profundidad”. Ligeramente ataviados de espuma, sin duda, con todas las pruebas sobre la mesa.
¿Y a qué viene toda esta parafernalia hecha introducción? Viene al caso de que en estos tiempos líquidos, trastocados hace ya un tiempo en gaseosos, la espuma y sus mil formas es una maravillosa metáfora de un mundo vacío de contenido, sólido solo en las sutilezas y las membrillerías brilibrilli.
Que sí, que ya lo sé, que soy muy cuñado, siempre cascarrabias, siempre sacando punta a un lápiz que no da más de sí. Pero solo en esta última semana me he tenido que enfrentar a esa espuma en variadas ocasiones. Porque, ya me dirán ustedes qué cojones le pasa al mundo ahora con la puñetera espuma.
La espuma variada y reposada de la cerveza. La espuma del café. Ahora los camareros de toda la vida se llaman baristas, con ese desclasamiento liberal al que nos han acostumbrado. No vayamos a pensar que seguimos siendo obreros. Los baristas también tienen gama alta y baja de espumillas, según sea el café de Colombia, de Moka o de mi mismísma despensa. No nos olvidemos de las espumas de la leche. Toda una galería de gilipolleces que impulsan a cometer asesinatos. Y si solo fuese eso. Tenemos las espumas de las salsas, o las que ponen en cualquier comida para que parezca de cinco estrellas. Espumillones y espumosos, espectacularmente asombroso.
Ataviados con ligera espuma de un tiempo perdido. La decadencia del imperio romano, una más al sinfín de gilipolleces innovadoras.
Nos dice la RAE, entre otras acepciones relacionadas con emulsiones, burbujas, jugos, claras e impurezas, que la espuma es “cosa o hecho carente de importancia, consistencia o profundidad”. Ligeramente ataviados de espuma, sin duda, con todas las pruebas sobre la mesa.
¿Y a qué viene toda esta parafernalia hecha introducción? Viene al caso de que en estos tiempos líquidos, trastocados hace ya un tiempo en gaseosos, la espuma y sus mil formas es una maravillosa metáfora de un mundo vacío de contenido, sólido solo en las sutilezas y las membrillerías brilibrilli.
Que sí, que ya lo sé, que soy muy cuñado, siempre cascarrabias, siempre sacando punta a un lápiz que no da más de sí. Pero solo en esta última semana me he tenido que enfrentar a esa espuma en variadas ocasiones. Porque, ya me dirán ustedes qué cojones le pasa al mundo ahora con la puñetera espuma.
La espuma variada y reposada de la cerveza. La espuma del café. Ahora los camareros de toda la vida se llaman baristas, con ese desclasamiento liberal al que nos han acostumbrado. No vayamos a pensar que seguimos siendo obreros. Los baristas también tienen gama alta y baja de espumillas, según sea el café de Colombia, de Moka o de mi mismísma despensa. No nos olvidemos de las espumas de la leche. Toda una galería de gilipolleces que impulsan a cometer asesinatos. Y si solo fuese eso. Tenemos las espumas de las salsas, o las que ponen en cualquier comida para que parezca de cinco estrellas. Espumillones y espumosos, espectacularmente asombroso.
Ataviados con ligera espuma de un tiempo perdido. La decadencia del imperio romano, una más al sinfín de gilipolleces innovadoras.