Lo mejor de no ser del Barsa ni del Real Madrid es no tener que aguantar presuntos desagravios continuamente. Ser de los dos equipos “grandes” (aunque de grandes tienen más bien poco, salvo el talonario y la sala de trofeos) es una fórmula sencilla para que, aquellos que nunca ganan nada en su puñetera vida, les parezca que ganan algo. Una catarsis para los aspirantes a la más absoluta mediocridad. Hace siglos que el fútbol no es un deporte. A pesar de ello, nos acostamos con el rebaño, pues hay momentos en los que no queda otra que seguir a Vicente.
Con la enésima cacicada vuelven los odios ancestrales, la necesidad de tener al lado un enemigo al que sacarle los ojos. La cacicada de la temporada la protagoniza el F.C. Barcelona, al que le han sacado más que los colores por untar, literalmente, a la clase arbitral. Y, no sé ustedes, pero si pagas a un árbitro es muy difícil no pensar en otra cosa. Algo así como el clásico “blanco y en botella. Conclusión sin causa, causa sin conclusión.
Da igual lo que digas. Te van a obligar a posicionarte. La gente de los “grandes” piensa que son el ombligo del mundo. O conmigo o contra mí. Y tú más.
Lejos de reconocer ninguna culpa, para ellos el mundo se divide en dos. Lejos de reconocer el mundo real que les rodea, todo gira en torno a las teorías conspiranoicas. Lejos de amar el fútbol, lo odian, pues el dinero, el poder… y los árbritros mandan.
De cuando en cuando salta la sorpresa en Las Gaunas y gana algo el Atlético de Madrid o el Leicester, y algunos jóvenes cambian de chaqueta para seguir ganando en su perder cotidiano.
Hubo un tiempo donde primaba el equipo de casa, e incluso había clubs donde jugaban canteranos (sálvelse Bilbao de la quema). Luego los equipos ricos compraron el juez y la parte para convertirse en la ONU del negocio.
No me extraña que lo llamen clásico. No hay nada más clásico en España que odiar al contrario sin entrar en razones. Polarización de andar por casa.
Siempre nos quedará París… y el golazo de Nayim.