

Aprendimos a decir “gracias” casi al mismo tiempo que aprendimos a sumar dos más dos. Lo curioso es que, mientras la aritmética se perfeccionó en su día con calculadoras, el arte de agradecer sigue siendo, en gran medida, una tarea pendiente. Porque ninguna máquina puede pronunciar un agradecimiento que brote del alma.
La gratitud es mucho más que mera cortesía o una formalidad social. Es una actitud vital. Un idioma universal que, si se hablara más a menudo, cambiaría las relaciones humanas de manera radical.
Porque ¿cuántas veces damos por sentado lo esencial? Vivir, ver amanecer, tener electricidad (ejem), caminar, tener a alguien que nos quiera... Cada uno de esos regalos merecería una rendida acción de gracias.
Agradecer no es solo educado: es reconocer que no somos autosuficientes, que lo mejor de nuestra vida viene de otros. De quienes nos enseñan, nos acompañan, nos cuidan, nos sonríen en un día difícil. No todo lo que disfrutamos es fruto exclusivo de nuestro esfuerzo. Hay cadenas invisibles de generosidad, de sacrificio callado, que sostienen nuestra existencia diaria. Como decía Tagore, “agradece a la llama su luz, pero no olvides al candil que constante y paciente la sujeta en la sombra”.
La gratitud también necesita ser precisa. No basta un genérico "gracias". Poner nombre propio a nuestro reconocimiento lo engrandece. Agradecer a Pilar, a Jorge, a ese vecino que nos ayudó prestándonos su linterna, a ese profesor que confió en nosotros, a esos padres que estuvieron cuando más lo necesitábamos. Personalizar el agradecimiento es devolver un poco de todo lo que hemos recibido.
Y es que el agradecimiento, cuando se convierte en hábito, transforma no solo al destinatario, sino sobre todo a quien lo practica. Nos ayuda a mirar el mundo no desde aquello que de lo que carecemos, sino desde lo que tenemos. Desde todo lo que, sin merecerlo, se nos ha concedido. Nos recuerda, cada mañana, que nada es del todo seguro ni garantizado: ni la electricidad, ni la salud, ni la familia, ni el trabajo, ni la paz.
Hasta en los días más ásperos podemos encontrar un resquicio para la gratitud. Lo ilustraba bien Alexander Whyte, pastor escocés famoso por su costumbre de dar gracias incluso en circunstancias adversas. Un feligrés, resignado ante una tormenta infernal, pensó que esa vez su predicador se quedaría sin palabras. Pero Whyte abrió su oración diciendo: “Te damos gracias, Señor, porque no todos los días son como hoy”.
Hoy, cuando parece que todo nos es debido y cada pequeña molestia se magnifica, el simple gesto de agradecer -de corazón- se vuelve un acto revolucionario. Una manera humilde y potente de habitar el mundo.
Así que no esperemos más: demos gracias más a menudo. Por lo esencial y por lo accesorio, por lo evidente y por lo pequeño. Que nuestra vida, en medio de sus inevitables trajines, sea también una celebración permanente del regalo que es existir.