

La vida no es un anuncio de suavizante. Ni mimosín, ni mimosón. Trae muchos tramos de sol, sí. Y, a veces -para qué negarlo-, algunos ratos de pasillo oscuro “marrón tirando a negro”. Así viene el lote, sin posibilidad de devolución. Cuanto antes lo asumamos con deportividad y buen talante, antes dejamos de quejarnos. Es bueno ver las cosas con ganas de superarse.
Una amiga mía, Begoña, lo clava: “Un cuadro se pinta con luces y sombras; al final lo que importa es cómo queda en la pared la belleza de sus contrastes”. Y el doctor Enrique Rojas añade que la vida es como un tapiz (no sé si has visto del revés alguno bueno): precioso dibujo por un lado, nudos y remiendos por el otro. Y esos nudos, a veces, tiran. Pero son inevitables.
Pero ojo: sin sombra, no hay contraste. ¿Quién valora de verdad un amanecer si nunca ha pasado por lo oscuro de la noche?
De Japón llega una idea de las que se te quedan grabadas: el kintsugi. Vasija de cerámica rota, las grietas se rellenan con barniz mezclado con polvo de oro. No se disimulan las roturas; se exhiben. El cuenco curado vale más que el intacto. Porque cuenta, porque tiene, una historia.
En CampusHome, donde convivo con universitarios durante horas y horas, veo kintsugi humano todos los días. El que suspende tres veces la misma asignatura, la que arrastra un desamor, el que echa de menos su casa y no lo dice. Cada cual trae su (pequeña, o no tanto) grieta. Cuando se atreven a mostrársela al de al lado, empieza la soldadura: charla larga, escucha activa y empática, abrazo fuera de horario. Oro líquido que se cuela por la fisura.
Nadie pide romperse; sería de tontos. Pero si toca, toca. Y ahí eliges: esconder los pedazos o convertir la grieta en parte del dibujo.
Víktor Frankl, que sabía del asunto, decía que las ruinas son las ventanas que nos dejan ver el cielo.
No es una frase de póster: es verdad de las de verdad.
¿Que duele? Claro. La aventura de una vida que merece la pena deja a veces moratones. Otra cosa es qué haces con ellos. Quien ama, sufre.
Mi propuesta es sencilla: presume de tu kintsugi. Cuenta la caída, enseña la junta dorada. Harás dos favores: a ti, porque conviertes la herida en testimonio de humanidad: ¡somos vulnerables!; y a quien te escucha, porque entenderá que él también puede pegar sus trozos.
Así que la próxima vez que la realidad te dé un mamporro recuerda esto: la vasija reparada, con su vena de oro, no solo sigue sirviendo… vale más.
Y quien no lo entienda, que revise su vajilla: quizá aún no ha usado la buena.