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Javier Sanz

Desde el siglo XVI, cuando se creó la Congregatio pro Sacri Ritibus et Caeremoniis (Sagrada Congregación de Ritos y Ceremonias), hasta la llegada de Karol Wojtyla a Roma, la Iglesia católica contaba con 1.742 beatos y 1.921 santos;  cuando Juan Pablo II falleció en 2005, había añadido 1.315 beatos y 476 santos -una fábrica de santos trabajando a toda máquina-. Lógicamente, la única forma de conseguir tal cantidad de santos y beatos era relajando un poco o un mucho, según se tercie, las estrictas normas establecidas para elevar a los altares. Claro está que, para llegar a esos números, tuvo que realizar santificaciones o beatificaciones multitudinarias en un solo proceso: 117 beatos vietnamitas, 122 de la Guerra Civil española ó 99 de la Revolución francesa. Pero dejando a un lado estas rifas del tipo “siempre toca”, me gustaría centrarme en la historia de Maximiliano Kolbe (el mártir de Auschwitz) que, por su humanidad, bien merece un puesto de privilegio entre los santos.

Si no conseguían atrapar al prisionero fugado, todos sabíamos las consecuencias: matarían a diez de nuestro barracón.

Estas eran las palabras de Franciszek Gajowniczek, prisionero polaco nº 5659 del campo de exterminio de Auschwitz. La noche del 30 de julio de 1941, en el último recuento del día, faltaba uno compañero del barracón de Franciszek. Sonaron todas las alarmas, los encerraron a todos y los alemanes comenzaron su búsqueda. Por un lado, se alegraban de que alguien pudiese escapar de aquella condena pero, por otra parte, suponía la muerte de otros prisioneros. A la mañana siguiente, sin haber conseguido capturar al huido, sacaron a los 2.000 reclusos del barracón y los tuvieron en posición de firmes durante todo el día bajo un sol abrasador. Por la noche, el coronel de las SS, Kark Fritsch, volvió a pasar lista para elegir a los 10 prisioneros que, como represalia, serían ajusticiados. Franciszek Gajowniczek estaba entre ellos. Cuando dijeron su nombre, dio un paso al frente y murmuró:

Pobre de mi esposa; pobres de mis hijos.

El compañero que tenía al lado, el prisionero nº 16.770, Maximiliano Kolbe, se adelantó y dijo:

Coronel, soy un sacerdote católico polaco, estoy ya viejo. Querría ocupar el lugar de este hombre que tiene esposa e hijos.

Al coronel no le hizo mucha gracia pero, al fin y al cabo, qué más daba matar a uno u otro. Para que la muerte fuese lenta y agónica, los encerraron para morir de hambre. Bruno Borgowiec, un polaco que fue asignado a prestar servicio en las celdas donde fueron encerrados, contaba esto antes de morir en 1947:

El hombre encargado de vaciar los cubos de orina siempre los encontraba vacíos. La sed les condujo a beber el contenido. El padre Kolbe nunca pidió nada y en lugar de quejarse animaba a los otros diciendo que el fugitivo podría aparecer y todos sería liberados – efectivamente, apareció muerto en una letrina pero el coronel ya no quiso dar marcha atrás -. Uno de los guardias de las SS comentó: este sacerdote es realmente un gran hombre. Nunca he visto a nadie como él…

Pasaban las semanas y, uno tras otro, iban muriendo... hasta que sólo quedó el padre Kolbe. Aquello se alargaba en demasía y decidieron ponerle fin con una inyección letal. Aquel sacerdote, hijo de un alemán y una polaca, fue, durante el tiempo que estuvo recluido, una pequeña luz de esperanza en un lugar de muerte y desesperación. Igual que lo había sido para 3.000 refugiados polacos, entre los que se encontraban 2.000 judíos, cuando los escondió en un convento cerca de Varsovia, motivo por el que estaba preso en el campo.

Treinta años después, cuando Franciszek Gajowniczek asistió a la beatificación de Maximiliano Kolbe, pronunció estas palabras:

Sólo pude darle las gracias con la mirada. Yo estaba aturdido y no podía comprender lo que estaba pasando. Yo, el condenado, sigo viviendo y otra persona, voluntariamente, ofreció su vida por mí. ¿Es esto un sueño? [...] No tuve tiempo de decirle nada a Maximiliano Kolbe. Me salvé. Y se lo debo a él. La noticia se extendió rápidamente por todo el campamento. Durante mucho tiempo, sentí remordimiento al pensar en Maximiliano por permitir que me salvase firmando su sentencia de muerte. Pero ahora, al reflexionar, comprendí que un hombre como él no podía hacer otra cosa. Tal vez pensó que como sacerdote su lugar estaba al lado de los condenados para ayudarles a mantener la esperanza [...]

El 10 de octubre de 1982, Juan Pablo II lo canonizó.