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Invisible Invisible
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Javier Lizaga
Cuando nadie se fija en mí es cuando sé que existo, canta la estrofa de una canción de esas que te busca a ti. Puede ser con una mochila a cuestas, en medio de un viaje, o, en medio de un metro lleno de gente, donde uno se pregunta dónde voy, porque no es lo mismo tener una dirección que un destino. Puede ser un día que falla con quien quedaste, o que llegaste demasiado pronto. 

Es esa sensación de estar sólo, tranquilo, de ser invisible, innecesario para los demás, que resulta reconfortante como un spa.

Ya no me acordaba de ella y de pronto la vi en todas partes. He leído cómo los verdaderos candidatos a futuro papa se esfuerzan para pasar inadvertidos, no hablan, no se pronuncian. Nadie más respetable que quien se afana en lo suyo. 

Cuando hacía noticias, las mejores salían de un comentario suelto, una anomalía a la que uno se acostumbra: los medios miran al apagón, cuando la noticia es que nuestras facturas se siguen multiplicando.

A él le bastaba filmar una puerta cerrada para que nos partiéramos de risa imaginando a Chevalier haciendo las cosas más disparatadas. Así admiraba Billy Wilder a Ernst Lubitsch para recordarnos que la mejor palabra siempre está por decir, que la imaginación es más poderosa que la mejor imagen. Un refrán en desuso en una época que, como sentencia Ingrid Guardiola, hay más dispositivos que personas y más imágenes que recuerdos. ¿Pero esta foto donde la hicimos?

A veces, es mejor recordarnos a nosotros mismos, cuando de tan enamorados no sabíamos si proclamar nuestra locura, o callar para ocultar el exceso. 

Lo explica Roland Barthes, quien recuerda que el lenguaje es tan potente que hasta puedo no decir nada. Lo esencial no lo ven los ojos, por eso hay días que elijo no estar, continúa la canción. 

Miren a su alrededor, observen en silencio, quizá, solo quizá, hay quien diga más con lo que calla que con lo que muestra. Prueben un día a no decir nada. Quizá estén diciendo mucho más.