

Lo leí hace un tiempo y me removió por dentro. Una viuda de Murcia pasó cincuenta y seis horas al teléfono (sí, 56) esperando que alguien le confirmara la petición de un trabajo para su hijo. Debió pensar, como Norman V. Peale, que siempre es pronto para rendirse. Así que allí estuvo, madre coraje, al pie del cañón. O mejor dicho: pegada al auricular.
Todo empezó al ver en televisión un número de ayuda. De ayuda… y de tarificación especial, que viene a ser casi “espacial”. La mujer, desesperada por ver a su hijo de 36 años deprimido y sin empleo, se agarró a aquel hilo de esperanza. Literalmente a un hilo. Y no colgó. Ni de día ni de noche. Con cafeína, refrescos y voluntad de hierro, aguantó 3.360 minutos oyendo periódicamente la cantinela de: “Un momento, por favor, no cuelgue”.
Me la imagino con la oreja roja, casi dormida, pero en alerta. La misma oreja que escuchó feliz el primer llanto de su bebé, la que se afinaba para distinguir si al fin dormía, la que se emocionó con su primer “mamá” o la que soportó incansable las preguntas del “¿y por qué?”. La oreja atenta a las llaves cuando el muchacho volvía de madrugada y ella pedía: “Despiértame para quedarme tranquila”. Esa misma oreja era la que ahora esperaba noticias de un empleo.
Lo suyo tiene un nombre: amor de madre. Ese que empuja a aguantar lo inaguantable, a creer contra toda evidencia, a perseverar.
La historia admite distintas lecturas. Algunos dirán que fue una incauta: que la llamada le costó dinero y no solucionó nada. Ella, quizá, respondería: “Si no lo intento, el vacío es mayor”. Otros subrayarán el amor que rezuma su gesto. Y no faltará quien la tache de ingenua. Me acuerdo de otra madre que conozco: cruza la calle cuando ve a un mendigo. No para evitarlo, sino para acercarse a él y darle unos euros. Cuando alguien le advierte de que puede estar siendo engañada, responde: “Peor para él”. Y sigue.
Y yo me quedo con lo segundo: con el amor. El amor que no se mide en eficacia ni en cálculos, sino en entrega.
Ese amor se refleja bien en una historia sencilla. Una madre y su hijo iban a cruzar un río. Ella dijo: “Hijo, coge mi mano”. Y él contestó: “No, mamá, coge tú la mía”. Al preguntarle la diferencia, explicó: “Si algo pasa, quizá yo suelte la tuya. Pero si tú, mamá, coges la mía, sé que nunca me soltarás”.
Ernest Bersot, filósofo francés, lo resumió mejor: “Muchas maravillas hay en el universo; pero la obra maestra de la creación es el corazón materno”.
Y hablando de corazón… ¿se le habrá pasado por la cabeza a la compañía telefónica, a la empresa de refrescos con cafeína, o al mismísimo lucero del alba ofrecer un empleo a este hijo que es el motivo de tanta perseverancia? Ahí dejo la idea.
Dicen que “el que la sigue, la consigue”. ¿Habrá alguien que, esta vez, haga bueno el refrán?
Porque parados hay muchos -siempre demasiados- pero madre no hay más que una. Y todos sabemos que detrás de un “¡Cuídate!” de una madre late un “si te pasa algo, me muero”.
Vínculos de sangre. Y la sangre no es agua.
Todo empezó al ver en televisión un número de ayuda. De ayuda… y de tarificación especial, que viene a ser casi “espacial”. La mujer, desesperada por ver a su hijo de 36 años deprimido y sin empleo, se agarró a aquel hilo de esperanza. Literalmente a un hilo. Y no colgó. Ni de día ni de noche. Con cafeína, refrescos y voluntad de hierro, aguantó 3.360 minutos oyendo periódicamente la cantinela de: “Un momento, por favor, no cuelgue”.
Me la imagino con la oreja roja, casi dormida, pero en alerta. La misma oreja que escuchó feliz el primer llanto de su bebé, la que se afinaba para distinguir si al fin dormía, la que se emocionó con su primer “mamá” o la que soportó incansable las preguntas del “¿y por qué?”. La oreja atenta a las llaves cuando el muchacho volvía de madrugada y ella pedía: “Despiértame para quedarme tranquila”. Esa misma oreja era la que ahora esperaba noticias de un empleo.
Lo suyo tiene un nombre: amor de madre. Ese que empuja a aguantar lo inaguantable, a creer contra toda evidencia, a perseverar.
La historia admite distintas lecturas. Algunos dirán que fue una incauta: que la llamada le costó dinero y no solucionó nada. Ella, quizá, respondería: “Si no lo intento, el vacío es mayor”. Otros subrayarán el amor que rezuma su gesto. Y no faltará quien la tache de ingenua. Me acuerdo de otra madre que conozco: cruza la calle cuando ve a un mendigo. No para evitarlo, sino para acercarse a él y darle unos euros. Cuando alguien le advierte de que puede estar siendo engañada, responde: “Peor para él”. Y sigue.
Y yo me quedo con lo segundo: con el amor. El amor que no se mide en eficacia ni en cálculos, sino en entrega.
Ese amor se refleja bien en una historia sencilla. Una madre y su hijo iban a cruzar un río. Ella dijo: “Hijo, coge mi mano”. Y él contestó: “No, mamá, coge tú la mía”. Al preguntarle la diferencia, explicó: “Si algo pasa, quizá yo suelte la tuya. Pero si tú, mamá, coges la mía, sé que nunca me soltarás”.
Ernest Bersot, filósofo francés, lo resumió mejor: “Muchas maravillas hay en el universo; pero la obra maestra de la creación es el corazón materno”.
Y hablando de corazón… ¿se le habrá pasado por la cabeza a la compañía telefónica, a la empresa de refrescos con cafeína, o al mismísimo lucero del alba ofrecer un empleo a este hijo que es el motivo de tanta perseverancia? Ahí dejo la idea.
Dicen que “el que la sigue, la consigue”. ¿Habrá alguien que, esta vez, haga bueno el refrán?
Porque parados hay muchos -siempre demasiados- pero madre no hay más que una. Y todos sabemos que detrás de un “¡Cuídate!” de una madre late un “si te pasa algo, me muero”.
Vínculos de sangre. Y la sangre no es agua.