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Las “perolicas” y los niños olvidados Las “perolicas” y los niños olvidados

Las “perolicas” y los niños olvidados

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José Iribas S. Boado

Hay heridas que no dejan marca en la piel, pero duelen toda la vida. Una de ellas es la soledad no buscada: hoy quiero referirme a la que acaece en la infancia y la adolescencia. Esa que no sale en las estadísticas, pero que conocemos todos: la del niño al que nadie invita a un cumpleaños, la del adolescente que se sienta -y se siente- solo, la del pequeño que vuelve a casa diciendo que “hoy no ha tenido amigos”.

Mi madre contaba que, cuando era niña, la llevaban al Retiro a pasear.

- Cuando llevaba perolicas, tenía muchas amigas -recordaba-. Cuando no, volvía a casa sin haber hecho ninguna.

La anécdota es sencilla, pero muestra dos realidades que siguen vigentes: la amistad interesada -que no merece ese nombre- y la exclusión de quien no “aporta” nada al grupo.

Podemos reconocerlo en cualquier colegio. Esa niña que nunca aparece en las listas de fiestas para peques. Ese chaval que siempre se queda en el banquillo de un equipo de fútbol que debería servir para aprender y convivir, no sólo para ganar. A él lo sientan y no juega ni un minuto porque no destaca; porque no conviene; porque lo prioritario es ganar.

Hay niños -y jóvenes- con apenas un amigo. Lo vemos, lo sabemos, pero pocas veces lo decimos. Y yo hoy quiero gritarlo. Muchos arrastran una soledad silenciosa en medio de un mundo que presume de conexiones. Y, peor aún, sólo se encuentran con la autoestima hecha añicos: ¿quién soy si nadie me elige?

La pregunta incómoda es otra: ¿Con quién elegimos estar nosotros? ¿Con quien nos divierte? ¿Con quien nos conviene? ¿O también con quien no tiene “perolicas”? Porque es fácil volcarse en los casos llamativos -el niño pobre, el joven que destaca por su precariedad- y pasar por alto al que vive apartado sin hacer ruido. Están en nuestras aulas, en nuestros equipos, en nuestros barrios.

Esa soledad duele más cuando quien la sufre no sabe pedir ayuda. Y casi nunca la pide: teme molestar, teme el rechazo, teme confirmar que no cuenta.

Lo cierto es que combatir esta pobreza afectiva no exige grandes discursos ni programas complejos. Basta un gesto. Una invitación sencilla. Un “siéntate con nosotros”. Un mensaje fuera de hora. Un espacio hecho hueco para quien lo necesita. No pido heroísmo: pido humanidad.

Quizá hoy, en la puerta de un colegio o en un recreo cualquiera, haya un niño esperando que alguien lo mire de verdad. Que alguien repare que está ahí. Que alguien le diga, sin palabras, que importa.

Conviene recordarlo: a veces una pequeña inclusión cambia una vida entera. Y todos -tú y yo- tenemos más responsabilidad de la que a veces queremos admitir.

Acoger vale oro. No hay dinero que lo pague.