

¿Todavía sigues enamorado de mí?, le pregunta la chilenita a Ricardo en “Travesuras de la niña mala”, y podría preguntárnoslo el propio Vargas Llosa a nosotros. A los que las palabras escritas nos parecían un laberinto, un trago de licor en la boca de un adolescente, una sonrisa para uno mismo. Podría decir, como dice el narrador en “Ciao, Verona” de Cortázar, que te amo, pero eso ya lo sabes desde siempre. Aprendimos a escribir sabiendo que me leerás, mientras alguien trata de sacarte de aquí, que levantarás la cabeza, con la palabra aun en la boca, para ver que la vida sigue.
Aprendimos que, en una crónica, quizá sea otra metáfora, lo que menos importa es el final, aunque se anuncie la muerte. Volvimos a Comala buscando a Pedro Páramo, porque uno siempre vuelve al pasado, y se encuentra a uno mismo. Viajamos a ciudades que teníamos que buscar en el mapa (porque no había internet) y recorrimos París tanto, que ya no queremos ir. Por si no es tan bonito como lo describen Cortázar y Vargas Llosa. Aprendimos de revoluciones, clandestinidad y sueños rotos. “No tengo más ambiciones que seguir aquí”, le dice Ricardo a su amigo Paúl. “Ya ves lo que te perdiste por cobarde”, le reprocha la chilenita. Y entre esas dos frases se resuelve la revolución cubana y la mitad de las historias de amor.
“El placer de ignorar un mundo al que nunca pertenecimos de veras, la esperanza de inventarnos otros sin prisa”, anota el narrador de “Ciao, Verona” y, en el fondo, resume lo que nos pasó con el realismo mágico. Realmente, ni era mágico, ni era real, solamente una vía de escape. Cuántas veces es más real lo que queremos que lo que vemos. No hay amor que no nazca así. De aquello, quizá solo quede cada vez que miramos el diccionario y los significados se nos quedan cortos, como artificiales las postales. Aprendimos a amar las palabras. Y para alimentarlo seguimos leyendo a Cortázar, a García Márquez y a Vargas Llosa.