Igual que me parece injusto y desproporcionado cargar contra toda una generación que destina cada gramo de su esfuerzo -no tengo clara cuál es la medida para medir el esfuerzo- para poder alquilar un cuchitril con parqué lleno de muebles de tonos beige de Ikea, me parece igual de horrendo hacerlo contra los que han invertido buena parte del maravilloso tiempo que les ponía encima de la mesa una época incierta como la Transición para conseguir lo que hoy en día les pertenece.
El otro día volvía de tomar algo con colegas, entré a Twitter (no me acostumbro a llamarlo X) y me encontré un nombre hasta ese momento desconocido.
A partir de ahí, la polémica creció como crecen casi todas: a golpe de consigna rápida y de enemigo fácil. La entrevista en El Mundo en la que la periodista Analía Plaza afirmaba que los jubilados españoles “se están pegando la vida cañón” sirvió de gasolina perfecta para un incendio que desde hace un tiempo ya huele a chamusquina. Una vez más, una joven victimizada contra toda una generación de entre 70 y 90. Como si nada. Como si la precariedad tuviera un único culpable. Como si la vejez fuera un privilegio obsceno.
Si bien es cierto que siempre se tiende a criminalizarnos a los más jóvenes porque nos esforzamos poco y nos quejamos mucho -no según todo el mundo, lo sé-, los mayores tampoco se libran de las tarascadas de personajes como Analía, como si una pensión fuera un premio inmerecido y no el resultado de décadas de cotización y renuncias. Los jóvenes lo pasan mal, sí, pero eso no convierte a los jubilados en villanos. Los actuales jubilados viven, en su mayoría, la vida que se han ganado. La guerra no debe ser ni mucho menos contra ellos.
Tampoco contra una generación, de entre cuarenta y sesenta años, que generaliza, habla alto y mira la realidad solo desde su experiencia. No importa. Si es que el debate no debe ser quién vive mejor o peor, sino qué es eso que nos lleva a mirar con recelo a otros grupos de edad.
El otro día volvía de tomar algo con colegas, entré a Twitter (no me acostumbro a llamarlo X) y me encontré un nombre hasta ese momento desconocido.
A partir de ahí, la polémica creció como crecen casi todas: a golpe de consigna rápida y de enemigo fácil. La entrevista en El Mundo en la que la periodista Analía Plaza afirmaba que los jubilados españoles “se están pegando la vida cañón” sirvió de gasolina perfecta para un incendio que desde hace un tiempo ya huele a chamusquina. Una vez más, una joven victimizada contra toda una generación de entre 70 y 90. Como si nada. Como si la precariedad tuviera un único culpable. Como si la vejez fuera un privilegio obsceno.
Si bien es cierto que siempre se tiende a criminalizarnos a los más jóvenes porque nos esforzamos poco y nos quejamos mucho -no según todo el mundo, lo sé-, los mayores tampoco se libran de las tarascadas de personajes como Analía, como si una pensión fuera un premio inmerecido y no el resultado de décadas de cotización y renuncias. Los jóvenes lo pasan mal, sí, pero eso no convierte a los jubilados en villanos. Los actuales jubilados viven, en su mayoría, la vida que se han ganado. La guerra no debe ser ni mucho menos contra ellos.
Tampoco contra una generación, de entre cuarenta y sesenta años, que generaliza, habla alto y mira la realidad solo desde su experiencia. No importa. Si es que el debate no debe ser quién vive mejor o peor, sino qué es eso que nos lleva a mirar con recelo a otros grupos de edad.
