

En las últimas semanas, Netflix parece empeñada en ponernos los dientes largos exhibiendo el rutilante tren de vida de los ricachones alrededor del mundo. Las culpables, tres series con aroma a folletín que acaban de aterrizar en la plataforma: Sirenas, con Julianne Moore como villana de la función, es una sátira que carga las tintas contra la manipulación y la toxicidad laboral; todo ello salpimentado con humor negro, mucho morbo y una trama tan absurda como imposible de soltar. Por su parte, Legado se presenta como un Succession a la española con José Coronado en el papel principal; un enérgico periodista y empresario decidido a plantar cara a sus hijos para recuperar el control de su imperio mediático. Familia y poder, dos conceptos que resultan antagónicos cuando la ambición es más fuerte que los lazos de sangre. Y, por último, la miniserie Los secretos que ocultamos, un thriller disfrazado de drama (seco y contundente) que recuerda a Adolescencia y no se corta a la hora de mostrar la cara menos amable de las élites danesas. Las sombras que se esconden tras un hogar aparentemente perfecto, los privilegios de clase o el mal uso de las redes sociales son algunos de los temas que aborda el último gran éxito de Netflix.
Conforme avanza la investigación, la amistad entre Cecilie y su vecina Katarina sufrirá un duro revés. Las diferencias entre ambas son sustanciales y quedan estereotipadas —casi caricaturizadas— en la composición de las dos mujeres: una rubia y una morena, una amable y atenta con su empleada, la otra déspota y tiránica en el trato. Katarina ejemplifica lo peor del privilegio de poder. Es caprichosa y superficial, mientras vive rodeada de lujos, ha arrinconado a su au pair en un cuartucho maloliente e, incluso, la graba con una cámara oculta.
El contraste entre las diferentes clases sociales se acentúa cuando entra en juego el personaje de la oficial de policía. Austera en su forma de vestir, sin maquillar y con tomates en los calcetines, Aicha celebra su particular victoria sobre los poderosos cuando consigue entrar en casa de Katarina sin que esta la obligue a quitarse los zapatos.
Hay un punto inquietante en la frialdad con que se relacionan los personajes, algo que contrasta con nuestro espíritu mediterráneo, tan pródigo en las muestras de cariño. Resulta llamativo que Viggo, el hijo de la pareja protagonista, tenga que pedirle a su asistenta que le abrace en la cama mientras su madre sale a correr. No es una pulsión sexual del adolescente, sino una llamada de atención ante la falta de afecto.
La serie se despide con la imagen de Cecilie asomada a un embarcadero mientras la cámara se aleja sobrevolando un lago. El manto azul del agua marca la distancia que separa a la mujer de su familia y amigos, el mismo abismo que existe entre los conceptos de justicia y lealtad.
Algo huele a podrido en Dinamarca
Los secretos que ocultamos se desarrolla en un vecindario exclusivo de Copenhague. Allí, dos familias adineradas conviven como buenos vecinos; tienen hijos de edades similares, las mujeres son amigas y los maridos trabajan juntos. Ambos hogares cuentan con la ayuda de sendas au pairs filipinas para ayudarles en la crianza de los niños. Cuando una de estas asistentas desaparece sin dejar rastro, Cecilie (Marie Bach Hansen) comienza a desconfiar del trato que sus vecinos dispensaban a su empleada. Nada es lo que parece en este juego de intrigas donde todo el mundo es sospechoso. En esta coyuntura, Cecilie sólo podrá contar con la confianza de Ángel, su propia au pair, y Aicha, una agente de policía que luchará sin descanso por hallar la verdad.Conforme avanza la investigación, la amistad entre Cecilie y su vecina Katarina sufrirá un duro revés. Las diferencias entre ambas son sustanciales y quedan estereotipadas —casi caricaturizadas— en la composición de las dos mujeres: una rubia y una morena, una amable y atenta con su empleada, la otra déspota y tiránica en el trato. Katarina ejemplifica lo peor del privilegio de poder. Es caprichosa y superficial, mientras vive rodeada de lujos, ha arrinconado a su au pair en un cuartucho maloliente e, incluso, la graba con una cámara oculta.
El contraste entre las diferentes clases sociales se acentúa cuando entra en juego el personaje de la oficial de policía. Austera en su forma de vestir, sin maquillar y con tomates en los calcetines, Aicha celebra su particular victoria sobre los poderosos cuando consigue entrar en casa de Katarina sin que esta la obligue a quitarse los zapatos.
Hay un punto inquietante en la frialdad con que se relacionan los personajes, algo que contrasta con nuestro espíritu mediterráneo, tan pródigo en las muestras de cariño. Resulta llamativo que Viggo, el hijo de la pareja protagonista, tenga que pedirle a su asistenta que le abrace en la cama mientras su madre sale a correr. No es una pulsión sexual del adolescente, sino una llamada de atención ante la falta de afecto.
La serie se despide con la imagen de Cecilie asomada a un embarcadero mientras la cámara se aleja sobrevolando un lago. El manto azul del agua marca la distancia que separa a la mujer de su familia y amigos, el mismo abismo que existe entre los conceptos de justicia y lealtad.