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Genocidio Genocidio
EFE

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Javier Lizaga

Las palabras no condenan, pero avergüenzan. Son más fieles a los hablantes, que al diccionario. Genocidio, la palabra, fue acuñada en 1944 por el abogado polaco Raphael Lemkin que quiso definir “una vieja práctica en su moderno desempeño”. Ya ven, y nosotros orgullosos con motomami y sinergia. Lemkin había perdido a 49 familiares en el Holocausto. Perdió su vida, dinero y se murió sin ver aplicada la Convención del Genocidio, (ONU, 1948).

El 26 de febrero de 2007 el Tribunal Penal Internacional condenó por primera vez a un país por genocidio. Consideró que la matanza perpetrada por los Serbios en Srebrenica (Bosnia) había sido un intento de “destrozar, en parte o totalmente, un grupo”. Era un fracaso absoluto: en un panorama de torturas, violaciones y campos de internamiento, solamente un episodio aislado se consideraba genocidio.

Hicieron falta tribunales especiales y una similitud casi milimétrica con el Holocausto para que los jueces se atrevieran a usar “genocidio” (solo Ruanda y Srebrenica). Ni los miles de kurdos, ni las matanzas de Sudan o Nigeria tenían pedigrí. El Holocausto era a la vez la medida y la excusa. Detrás los soviéticos, los chinos y hasta los estadounidenses (leyes de segregación racial) tenían miedo de que si se bajaba el listón les pudieran acusar.

En abril de 2024, y por una denuncia de Nicaragua contra Alemania (326 millones de armas exportadas a Israel, diez veces más que el año anterior), el Tribunal Internacional denegó tomar medidas y recordó que todos los países están obligados a evitar el genocidio. Ni Poncio Pilatos tuvo tanta sorna.

El debate sobre el genocidio en Gaza solo muestra de nuevo la distancia entre la moral, la realidad, la humanidad y la política y sus intereses. Son, quizás dos guerras perdidas, la nuestra porque haya dignidad y acabe la guerra, la suya por hacernos tragar sus mentiras. ¿O qué palabra usarán para explicarles a sus hijos lo que ocurre en Gaza?