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Javier Gascó

Los que vivimos en una ciudad como Teruel tenemos la suerte de poder ir a casi todos los sitios a pie. Una suerte que desde hace varias semanas se ha convertido en prácticamente una obligación, pues coger el coche es toda una aventura. Obras aquí y allá, calles cortadas, sitios para aparcar reducidos a la mitad. En definitiva, un buen jaleo que no parece tener fecha de caducidad.

¿Recuerdan la Ronda de Ambeles sin vallas a un lado o a otro? ¿Cómo era la vida antes de que todo estuviese patas arriba? Yo ni me acuerdo. Ya me he acostumbrado a esa infernal melodía interpretada por maquinaria de todo tipo y a tener que ir esquivando socavones para poder llegar a casa, no solo con el coche sino también andando.

Lo que parecían unos retoques preelectorales se ha convertido en unas remodelaciones más largas que un día sin pan. Supuestamente, ese es el precio a pagar por la modernidad. Teruel quiere ser una ciudad del presente y para eso hay que pasar por el taller de chapa y pintura, con las molestias que eso conlleva.

Igual, alguien que viene de una ciudad en la que las calles y avenidas están cortadas día sí día también por festividades y obras de todo tipo, como es Valencia, no es el más apropiado para quejarse del asunto. Pero, precisamente eso es lo que más me molesta de la cuestión. ¿Teruel no era una ciudad tranquila? ¿Por qué las obras tienen la misma duración, o incluso mayor, a las que se producen en cualquier otra ciudad del país?

No sé cuándo se podrá volver a pasar por el puente de la Equivocación -en teoría para el año nuevo- o cómo quedarán las aceras de la Ronda. Lo único que tengo claro, con total seguridad, es que una vez acaben esas obras comenzarán otras, como las de la Avenida Sagunto, que también traerán cola.

Quizás, cuando todo vuelva a la normalidad, o a lo que parecía normal antes de que empezasen todas las labores de reconstrucción urbanística, los coches ya no vayan por el suelo y entonces tocará volver a comenzar el ciclo. Obras, obras y más obras, sin fin.

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