

Mi padre cumplió ayer 80 años, mi madre lleva más de 60 a su lado. Para mí, siempre ha sido un gran padre, mis hermanos les dirían lo mismo. Ha sido así hasta ahora, desde hace unos meses es un héroe.
El otoño pasado le diagnosticaron una dolencia grave de corazón y un cáncer en un espacio de ocho semanas. Todos contuvimos la respiración y aquí seguimos, aguantándola desde entonces. Ellos dos (y digo ellos porque ahora ya me resulta imposible hablar en singular) respiraron profundamente y se lanzaron al agua. Y como nos ha pasado toda la vida, el resto solo hemos tenido que ir detrás.
El invierno se nos echó encima, oscurecía muy temprano y el viento azotaba fuerte, pero en su casa nunca faltó luz ni calor. Así han pasado los meses, caminando despacio y avanzando rápido y en las cuestas más duras, como les enseñó el ciclismo, bajando un piñón y apretando más los dientes.
En todo este tiempo, no los he visto nunca pararse a preguntar por qué a ellos, maldecir su suerte o lamerse las heridas, solo caminar enjugándose el sudor y las pocas lágrimas que se les han escapado sin su permiso. Nunca un reproche ni un mal gesto, solo abrazos, besos y ‘gracias’. No creo que el dolor y el sufrimiento nos hagan mejores, pero sí que es en las situaciones difíciles donde se conoce realmente a las personas.
No es que yo no conociera a mis padres hasta este año, por supuesto que sí, llevan toda la vida dejando ver lo que ahora les ha salido a borbotones. No necesitaba un cáncer de boca y una estenosis aórtica severa para saber que tengo unos padres excepcionales, pero han servido para recordarme que el coraje y la fuerza no son los que vemos en los protagonistas de las películas de acción, eso son solo efectos especiales. El valor no es pelear con un contrincante más musculoso que tú, es enfrentarse a una enfermedad grave sin bajar la vista ni perder la sonrisa.
Hace tiempo tuve dudas de la importancia de los referentes, que tan de moda se han puesto. Ahora creo firmemente en su necesidad. Estos son los míos: mi ejemplo.