“Y yo quisiera renegar de’te mundo por entero, volver de nuevo a habitar.”
Me uno a las devotas de Rosalía y aprovecho su canción Mundo Nuevo para rezar juntas por un planeta diferente, donde poder ser una misma sin que te ofrezcan hostias por la calle.
En el festival Zinentiendo, ese milagro que desde hace veinte años trae cine LGBTIQ+ a los pueblos y ciudades de Aragón, se proyectó Cólera, de José Luis Lázaro. Nueve minutos de verano y vulnerabilidad: dos cuerpos jóvenes, la piel salada, la luz dorada de la tarde, un descuido mínimo que se convierte en frontera.
Verlo en Teruel, en una sala llena de gente diversa, fue un acto de resistencia. Porque mientras se proyectaba la historia, supimos que el Gobierno de Aragón ha suspendido la subvención al festival.
Veinte años después. Veinte años de cine, activismo, deseo y comunidad sostenidos desde la periferia.
La proyección del pasado sábado fue posible gracias a Towanda, Café con Bollos, la Diputación Provincial de Teruel y la Universidad. Cuatro entidades que, con su apoyo, sostienen mucho más que un festival: sostienen la posibilidad de vernos reflejadas, de existir en pantalla y en la vida.
¿Y el resto? ¿Dónde están las instituciones que deberían defender la cultura y la diversidad como un bien común, no como una cuota incómoda? ¿Dónde la ciudadanía cuando la censura se disfraza de trámite administrativo?
La inoperancia institucional tiene mil rostros: el silencio ante los recortes, las ayudas que no llegan, las promesas que se pierden en los despachos. Ahí están también las ayudas al funcionamiento, aprobadas hace una década para compensar la despoblación de Teruel, Soria y Cuenca, y todavía sin aplicarse como deberían.
Diez años después seguimos esperando que alguien haga su trabajo, que el dinero llegue a quien sostiene los territorios. Mientras tanto, se llenan titulares de grandes palabras —igualdad, desarrollo, futuro— y se vacían los cines, las tiendas, los pueblos.
No es solo desinterés: es un modo de gobernar de patio de colegio. Ese “no te ajunto” que nos está costando millones de euros a las turolenses.
Tal vez pensamos que ya estaba todo hecho. Que los derechos conquistados se heredan como una propiedad.
Que la homofobia era cosa de otra época. Pero Cólera nos recuerda que la violencia no desaparece: cambia de forma, se disfraza de indiferencia. A veces no grita; simplemente retira su financiación y espera a que el silencio haga el resto.
No está superado nada. Ni la diversidad, ni el miedo, ni la necesidad de crear espacios donde amar, pensar y mirar siga siendo un acto libre.
Vivimos tiempos de polaridad feroz. O estás conmigo o estás contra mí. O aplaudes o cancelas. Los grises, los matices, las conversaciones incómodas, han quedado arrinconados como si la complejidad fuese un lujo. Y así, mientras unos gritan “libertad”, otros recortan la posibilidad misma de pensar distinto. La paradoja es vieja como el mundo: quien teme la libertad la disfraza de orden; quien teme el deseo lo llama respeto.
Quizá por eso el cine sigue siendo tan peligroso. Porque obliga a mirar, y mirar implica sentir. Y sentir —en un mundo que solo quiere certezas— es una forma radical de desobediencia.
“Por ver si en un mundo nuevo volver de ciego en un mundo nuevo, auháh,¡y encontraba más verdad!”
Tal vez se trata de eso: de buscar la verdad con los ojos limpios, aunque duela. De seguir mirando, filmando, habitando, incluso cuando el mundo viejo intenta cerrarnos la vista.
El futuro será diverso o no será.
Me uno a las devotas de Rosalía y aprovecho su canción Mundo Nuevo para rezar juntas por un planeta diferente, donde poder ser una misma sin que te ofrezcan hostias por la calle.
En el festival Zinentiendo, ese milagro que desde hace veinte años trae cine LGBTIQ+ a los pueblos y ciudades de Aragón, se proyectó Cólera, de José Luis Lázaro. Nueve minutos de verano y vulnerabilidad: dos cuerpos jóvenes, la piel salada, la luz dorada de la tarde, un descuido mínimo que se convierte en frontera.
Verlo en Teruel, en una sala llena de gente diversa, fue un acto de resistencia. Porque mientras se proyectaba la historia, supimos que el Gobierno de Aragón ha suspendido la subvención al festival.
Veinte años después. Veinte años de cine, activismo, deseo y comunidad sostenidos desde la periferia.
La proyección del pasado sábado fue posible gracias a Towanda, Café con Bollos, la Diputación Provincial de Teruel y la Universidad. Cuatro entidades que, con su apoyo, sostienen mucho más que un festival: sostienen la posibilidad de vernos reflejadas, de existir en pantalla y en la vida.
¿Y el resto? ¿Dónde están las instituciones que deberían defender la cultura y la diversidad como un bien común, no como una cuota incómoda? ¿Dónde la ciudadanía cuando la censura se disfraza de trámite administrativo?
La inoperancia institucional tiene mil rostros: el silencio ante los recortes, las ayudas que no llegan, las promesas que se pierden en los despachos. Ahí están también las ayudas al funcionamiento, aprobadas hace una década para compensar la despoblación de Teruel, Soria y Cuenca, y todavía sin aplicarse como deberían.
Diez años después seguimos esperando que alguien haga su trabajo, que el dinero llegue a quien sostiene los territorios. Mientras tanto, se llenan titulares de grandes palabras —igualdad, desarrollo, futuro— y se vacían los cines, las tiendas, los pueblos.
No es solo desinterés: es un modo de gobernar de patio de colegio. Ese “no te ajunto” que nos está costando millones de euros a las turolenses.
Tal vez pensamos que ya estaba todo hecho. Que los derechos conquistados se heredan como una propiedad.
Que la homofobia era cosa de otra época. Pero Cólera nos recuerda que la violencia no desaparece: cambia de forma, se disfraza de indiferencia. A veces no grita; simplemente retira su financiación y espera a que el silencio haga el resto.
No está superado nada. Ni la diversidad, ni el miedo, ni la necesidad de crear espacios donde amar, pensar y mirar siga siendo un acto libre.
Vivimos tiempos de polaridad feroz. O estás conmigo o estás contra mí. O aplaudes o cancelas. Los grises, los matices, las conversaciones incómodas, han quedado arrinconados como si la complejidad fuese un lujo. Y así, mientras unos gritan “libertad”, otros recortan la posibilidad misma de pensar distinto. La paradoja es vieja como el mundo: quien teme la libertad la disfraza de orden; quien teme el deseo lo llama respeto.
Quizá por eso el cine sigue siendo tan peligroso. Porque obliga a mirar, y mirar implica sentir. Y sentir —en un mundo que solo quiere certezas— es una forma radical de desobediencia.
“Por ver si en un mundo nuevo volver de ciego en un mundo nuevo, auháh,¡y encontraba más verdad!”
Tal vez se trata de eso: de buscar la verdad con los ojos limpios, aunque duela. De seguir mirando, filmando, habitando, incluso cuando el mundo viejo intenta cerrarnos la vista.
El futuro será diverso o no será.
