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De la cueva a los olivos: cuando Dios se parece  más a tu abuela que a un señor con barba De la cueva a los olivos: cuando Dios se parece  más a tu abuela que a un señor con barba

De la cueva a los olivos: cuando Dios se parece más a tu abuela que a un señor con barba

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“Ay, que me perdonen los demoniosporque yo no sé si Dios me acompañapero si es así ella es mi abuela,ella es mi abuela.Lo tengo bien claro: que Dios es mi abuela,que bien que me ampara aunque yo no la vea,siempre me acompaña y piso con ella”.
Queralt Lahoz, De la cueva a los olivos.

Despegamos hoy con una canción de Queralt Lahoz que me encanta y que me viene de perlas para enmarcar el próximo Día de Todos los Santos. El tan polémico Halloween, criticado por los patrióticos de manual —esos que se enorgullecen de “defender las tradiciones” sin cambiar ni una coma— y celebrado por quienes no se pierden ni una oportunidad de pasarlo bien. “¡No queremos americanadas en nuestros pueblos!”, “¡Ya no se respetan las tradiciones!”, lloriquean algunos en los pasillos del supermercado, rodeados de telas de araña sintéticas y calabazas de plástico.

Bueno, bueno, bueno… lo mismico que dirían nuestras ancestras cuando la Iglesia les robó el día de Samhain -el fin de año íbero- para convertirlo en una fiesta cristiana, hace muchos, muchos, muchos años.

La historia es circular: lo que hoy llamamos “tradición” ya fue, en su día, la apropiación de otra tradición anterior. Cambiamos los nombres, pero no la necesidad profunda: recordar, agradecer, reconciliar. Honrar a quienes vinieron antes. Conectar con nuestra historia y con nuestro linaje.

El problema no es disfrazarse. El problema es haber olvidado por qué lo hacíamos.

El Samhain original no era una noche de miedo, sino de tránsito. Un puente entre el mundo visible y el invisible, una celebración del ciclo de la vida y de la muerte. Un día en que el velo entre los dos mundos se vuelve más fino.Marcaba el inicio del nuevo año, del invierno, de la época oscura.

Con la siembra hecha, no quedaba otra que recogerse, adentrarse en el silencio y confiar.Confiar en la tierra, que haría lo que tiene que hacer bajo el suelo.Confiar en la vida, que en primavera volvería a brotar.Y así, entre raíces dormidas, nacerían los primeros brotes verdes de esperanza y alimento.

Por eso me emociona escuchar a Queralt Lahoz decir que Dios es su abuela.Porque devuelve lo divino al suelo. A la cocina, al campo, al barrio. A esas mujeres que no pusieron en ningún altar, pero hicieron milagros igual: mantener viva la casa, llenar la nevera cuando no había nada, curar heridas con un beso y contar cuentos por la noche hasta que te quedabas dormida.

Esa es la verdadera espiritualidad: la que huele a guiso, la que sabe de cuidados, la que no necesita dogmas para ser sagrada. Un plato de sopa que se convierte en un lugar seguro, una propina por debajo de la mesa para que tus padres no se enteren, un brasero encendido que calienta los pies y los corazones.

Ella es mi abuela, ella es mi abuela...La que, sin saberlo, nos enseñó el lenguaje de lo sagrado: el del amor que sostiene en silencio. 

Este 1 de noviembre, mientras unas compran disfraces de bruja en Amazon, otras subiremos al monte Javalón con flores, fotografías y silencio. Celebramos la Oración a nuestras abuelas, una ceremonia que honra la memoria, la gratitud y la raíz. 

No rezamos para pedir, sino para agradecer. Para recordar que cada paso que damos está sostenido por las que ya caminaron antes.

Así que, si me preguntan en qué creo, lo tengo claro: Creo en las abuelas, en las que sabían curar con plantas y consolar con sopa. Ellas son mi iglesia, mi oración, mi milagro cotidiano.

Y como canta Queralt Lahoz, sigo caminando con ellas.