Síguenos
“No, no me da vergüenza… es rosácea” “No, no me da vergüenza… es rosácea”

“No, no me da vergüenza… es rosácea”

banner click 236 banner 236
Joan Izquierdo

Hay pacientes que entran a la consulta con una sonrisa tímida y las mejillas encendidas. Uno en particular, llamémosle Javier, me dijo entre risas: “Doctor, la gente piensa que vivo ruborizado, pero juro que no soy tan vergonzoso”. Y tenía razón. Su rostro parecía enrojecer con cualquier cambio de temperatura, un café caliente o incluso una reunión de trabajo. Lo que muchos interpretan como timidez o exceso de simpatía, en realidad, puede ser un trastorno inflamatorio de la piel: la rosácea.

Esta enfermedad afecta a millones de personas en todo el mundo, especialmente a adultos de piel clara entre los 30 y 60 años. No distingue entre hombres y mujeres (aunque suele ser más severa en ellos), y tiene un componente genético y vascular importante. Su origen exacto aún no se comprende del todo, pero sabemos que implica una alteración en la microcirculación cutánea y una respuesta inflamatoria exagerada del sistema inmunitario.

En condiciones normales, los vasos sanguíneos de la piel se dilatan y contraen con facilidad para regular la temperatura. En la rosácea, ese sistema de “aire acondicionado” cutáneo pierde control: los vasos se dilatan con más frecuencia y permanecen abiertos más tiempo, generando un enrojecimiento persistente. Además, esta dilatación anómala se acompaña de una liberación excesiva de mediadores inflamatorios, como las catelicidinas, que amplifican la inflamación y atraen células inmunes. El resultado: piel sensible, irritada y con tendencia a desarrollar lesiones similares al acné, pero sin los clásicos comedones.

No todos los pacientes presentan el mismo cuadro. De hecho, se distinguen cuatro subtipos principales de rosácea:

1. Eritemato-telangiectásica: la más típica. Se caracteriza por enrojecimiento persistente (especialmente en mejillas y nariz) y pequeños vasos visibles.

2. Papulopustulosa: se asemeja al acné, con granitos y pústulas, pero sin puntos negros.

3. Fimatosa: más frecuente en hombres, produce engrosamiento de la piel, especialmente en la nariz (el nombre clásico es “rinofima”).

4. Ocular: afecta párpados y ojos, generando irritación, sequedad y sensación de arenilla.

Y como si esto fuera poco, los desencadenantes son tan variados como caprichosos. Entre los más comunes encontramos:

- Cambios bruscos de temperatura (ese paso del frío de la calle al calor de la calefacción).

- Comidas picantes, alcohol, café y bebidas muy calientes.

- Estrés emocional (sí, las reuniones familiares cuentan).

- Ejercicio intenso o exposición solar sin protección.

- Algunos cosméticos o cremas irritantes.

Por eso, cuando Javier me decía que “le subía el color” en cualquier situación, en realidad su piel estaba respondiendo a una tormenta vascular interna. La rosácea no es peligrosa, pero sí puede afectar la autoestima y la vida social, precisamente porque muchos la confunden con vergüenza, alcoholismo o una piel mal cuidada.

El manejo ideal combina ciencia, constancia y un toque de sentido común. No existe cura definitiva, pero sí estrategias para mantenerla a raya. Aquí van algunos consejos prácticos:

1. Identifica y evita tus desencadenantes. Cada piel tiene sus propios enemigos. Un diario con anotaciones sobre lo que comes, bebes o haces antes de un brote puede ser revelador.

2. Cuida la piel con suavidad. Usa limpiadores sin jabón, evita exfoliantes agresivos y seca el rostro sin frotar.

3. Elige cosméticos adecuados. Busca productos sin fragancias, con activos calmantes como niacinamida, alantoína o pantenol.

4. Protección solar diaria. Incluso en invierno o dentro de casa, la radiación UVA atraviesa cristales y agrava la rosácea.

5. Consulta a un profesional. Los tratamientos médicos incluyen desde antibióticos tópicos hasta láser vascular o luz pulsada, según el tipo de rosácea y su severidad.

Cuando Javier aprendió a controlar sus desencadenantes y ajustó su rutina, su piel mejoró notablemente. Ahora, cuando alguien le dice que parece sonrojado, contesta con humor: “No, no me he enamorado… mi piel simplemente tiene carácter”.

Y quizá ahí esté la clave: entender que la rosácea no es un signo de timidez, sino una piel que habla demasiado alto. Cuidarla con paciencia y constancia permite que, por fin, el color en las mejillas vuelva a ser una elección… y no una condena.