

Quizás conozcas la historia. Un maestro enseña un billete de 100 euros a sus alumnos y les pregunta:
- ¿A quién le gustaría tener este billete?
Todos levantan la mano.
El profesor arruga el billete, lo hace una bola, lo tira al suelo, lo pisotea, lo mancha de polvo… y vuelve a preguntar:
- ¿Aún lo quiere alguien?
De nuevo, todas las manos en alto.
Entonces les dice:
- Hoy habéis aprendido algo importante: aunque lo arrugue o lo pise, el billete sigue valiendo 100 euros. Lo mismo pasa con las personas: aunque la vida os zarandee o alguien os desprecie, vuestro valor no cambia.
Una gran lección en apenas unos minutos de clase.
Pensaba en esa historia el otro día, hablando con mi amigo Alberto. Me hablaba de una palabra alemana: Schadenfreude. No hace falta traducirla literalmente para entenderla: es ese sentimiento de satisfacción ante la desgracia ajena. En español, existe un término -no en la RAE- menos conocido: epicaricacia.
Bonita no es. Ni por el sonido, ni por lo que significa. Pero describe una realidad: el regodeo malicioso ante el mal de otro. Y lo peor es que existe. Más cerca de lo que quisiéramos.
Alberto me decía algo con mucho tino:
- La envidia ya es mala, porque te duele el bien del otro. Pero alegrarte de su mal… eso es el colmo.
Y tenía razón. En estos tiempos, en cualquier lugar del planeta, cabe ver escenas en las que algunos parecieran disfrutar de que a otros los arruguen, los pisoteen… como aquel billete del maestro. Personas que, en vez de tender la mano, se apuntan al linchamiento.
Todos, de un modo u otro, respiramos el mismo aire moral. Y cuando hay epicaricacia en el ambiente, nos intoxica a todos. Aunque algunos crean que se trata de un perfume.
Schopenhauer decía: “Sentir envidia es humano; sentir placer por la desgracia ajena, demoníaco”. Duro, pero certero. Porque esa falsa alegría corroe por dentro. Al final, el que más se consume es quien la siente.
Lo contrario de la epicaricacia no es la indiferencia, sino la compasión. Padecer con el otro. Y en CampusHome, donde convivimos a diario con jóvenes de medio mundo, aprendemos que la empatía no se enseña en los manuales, se aprende en la convivencia. Viendo cómo el otro estudia, se esfuerza, cae, se levanta. Y cómo uno, al tenderle la mano, también crece.
El dolor compartido es dolor disminuido. Y la alegría compartida, es multiplicada.
Por eso, en los tiempos que corren, necesitamos más gente que mire al prójimo sin lupa ni piedra en la mano. Gente que no se alegre de que otro tropiece, sino que le ofrezca apoyo para ponerse en pie.
No se trata de ingenuidad, sino de humanidad. De no dejar que la envidia, el resentimiento o el desprecio nos roben la alegría de ser personas íntegras.
A veces la vida nos pisa, nos ensucia o nos arruga. Pero como el billete del maestro, seguimos teniendo el mismo valor.
Aunque cueste, no nos arruguemos.