

Las palabras no se las lleva el viento, guían acciones, definen responsabilidades y deberían, entre otras cosas, condicionar la manera en que la comunidad internacional procede.
Decidir si lo que ocurre en Gaza es o no un genocidio activa obligaciones legales internacionales. La ONU tiene incluso un protocolo que permitiría intervenir para evitarlo (la ONU, sí, ese pozo político sin fondo ni utilidad alguna en el que cae nuestro dinero, energía y tiempo). Desde Armenia hasta Srbrenica, el siglo XX ha estado plagado de genocidios, incluido el judío, por supuesto, de cuya restitución a las víctimas nunca más se supo.
Que se lo digan a los tutsis de Ruanda, que sufrieron la eliminación de 800.000 de los suyos a manos de la mayoría hutu, que vio en el asesinato del dictador Habyarimana la oportunidad para lanzar una campaña de exterminio. Los mataron en unos 100 días, prácticamente lo mismo que las naciones más poderosas del mundo, las que tenían capacidad para ayudarles, tardaron en olvidarlo. Les cuento todo esto, porque yo, que soy una ferviente defensora del poder de las palabras, creo que en este momento en Gaza deberían dejar espacio a la acción.
El derecho internacional impone obligaciones claras de proteger a las poblaciones civiles, independientemente de etiquetas políticas o militares. La tímida reacción de los ricos y poderosos (incluidos sus hermanos árabes que ni les abren las fronteras), cuando no su indiferencia absoluta, cronificará las heridas de estos territorios de manera que no podrán curarse por más generaciones que pasen.
Decía el periodista Rubén Amón estos días, que los gazatíes son rehenes de Hamas y víctimas de Israel. No puedo estar más de acuerdo, pero yo ampliaría el número de verdugos a todos aquellos que se ponen su mejor traje y se sientan en un cómodo escaño o tras una mesa recién pulimentada para decidir si el gazatí número 66.001 ha muerto asesinado de forma intencionada o es una víctima colateral. Supongo que ese fue su último pensamiento mientras agonizaba.