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Las luces se encienden y el público salta como un resorte de sus butacas para abandonar la sala. Todavía brilla el sol en la calle, las tardes alargan y el verano está a la vuelta de la esquina. Aguardo sentado mientras los interminables títulos de crédito avanzan por la pantalla. Es casi un ritual. Mis amigos lo ven como una excentricidad, para mí es tan solo respeto y admiración por las personas que han trabajado en el film. Miro a mi alrededor y soy consciente de que he pasado una parte importante de mi vida refugiado entre esas cuatro paredes. “Cine Maravillas”, pocos nombres tan acertados como el de un lugar capaz de hacer justicia al invento que los hermanos Lumière parieron y Méliès convirtió en Arte.

El pasado 1 de junio Nacho Navarro, gerente y propietario de la sala, recibía el premio Simón de Honor 2024 concedido por la Academia del Cine y el Audiovisual Aragonés. Una distinción que reconoce sus más de 40 años al pie del proyector, alimentando la cinefilia de los turolenses. Su tesón y su lucha constante por mantener abierta la única pantalla de exhibición de la capital le convierten en un héroe casi mitológico para todos aquellos que nos morimos por las películas. Por suerte, Nacho conserva intacta su fascinación por los misterios de la sábana blanca, una mirada gozosa que evoca al niño que descubrió el séptimo arte desde el patio de butacas del cine de su pueblo, Montalbán. Escucharle hablar es recuperar parte de la memoria cinematográfica de la ciudad: el desaparecido —y añorado— festival turolense de cine, la revista Cabiria que dirige con talento y paciencia de orfebre Gonzalo Montón y, por supuesto, las increíbles programaciones del Cine Club. Navarro nos regaló la posibilidad de ver joyas como Dersu Uzala o American Graffiti, un completo ciclo dedicado a Buñuel y un gran número de títulos europeos y asiáticos que difícilmente habríamos podido disfrutar sin su empeño y cabezonería.

A título personal, recuerdo con cariño la entrevista que compartimos junto al director José Luis Garci en su visita a Teruel en 2021. Consciente de mis nervios y pocas tablas, Nacho tomó la iniciativa y me ayudó a romper el hielo en la charla. La amabilidad y buena disposición del realizador de El crack hizo el resto. Contagiados de su pasión enfermiza por el cine, regresamos a casa con la cabeza llena de fotogramas y una deuda de por vida con los grandes contadores de historias. Ford, Hawks, Berlanga, Chomón, pero también, Cela, Galdós y Ray Bradbury.

Vuelvo al presente, la película ha terminado y estoy solo en la sala. Todavía no sé si Furiosa, la última entrega del universo Mad Max, me parece una obra maestra o un pastiche de acción salvaje no apto para epilépticos. Antes de abandonar el patio de butacas, miro hacia atrás y sonrío al contemplar el hilo de luz que desciende hasta la pantalla. Imagino a Nacho en la cabina como un moderno Alfredo, el humilde proyeccionista convertido en maestro de vida del pequeño Totó en Cinema Paradiso. En mi memoria, la cinta de Tornatore está ligada al espacio mágico de la sala Maravillas. La infancia perdida y el recuerdo de mi padre intentando contener las lágrimas ante la mayor colección de besos vista en el cine. Si cierro los ojos hasta me parece escuchar la bellísima música de Morricone.

Ha pasado el tiempo, pero Nacho Navarro sigue al pie del cañón. Su reciente galardón es un premio para todos aquellos que le apreciamos y reconocemos su trabajo silencioso y constante a este lado de la pantalla.

Salgo a la calle, una nube gris encapota el cielo y las radios de los coches escupen reggaetón a todo volumen. Definitivamente, yo me vuelvo al cine.