

Fue durante uno de esos veranos gozosos de la infancia. Por aquel entonces, solía pasar buena parte de las vacaciones con mis abuelos en Benidorm. Ya saben, tardes infinitas de playa, helados, amigos de verano y una sensación de libertad de esas que el paso del tiempo y la entrada en la edad adulta te hacen echar de menos. Tenía diez años cuando descubrí Alien, el octavo pasajero. La original, la primera, la obra maestra que Ridley Scott se sacó de la chistera en 1979 y con la que revolucionó el cine de terror y ciencia ficción. Había visto el anuncio, sábado noche en La 1, y pensé que esa película estaba hecha para mí: la oscuridad infinita del espacio, la humedad de los pasillos de la nave y su estética sucia y realista —después de todo, la tripulación no eran más que camioneros espaciales— me convencieron de que estaba a punto de descubrir algo único.
Nunca me habían prohibido ver nada en televisión. A pesar de mi corta edad, ya había degustado el erotismo de los VHS de Jaimito con Álvaro Vitali e, incluso, conocía el terror gracias a Pesadilla en Elm Street, pero nada me había preparado para enfrentarme a algo del tamaño (y las garras) de Alien. Y, como era de esperar, la película me superó. Su enigmático arranque logró inquietar a aquel crío hambriento de celuloide que, aterrado, sólo aguantó hasta la famosa escena en la que el pecho de John Hurt revienta. La sangre, el gore, los gritos y el sudor -esto siempre me llamó la atención- lo convertían en algo demasiado doloroso para un espectador tan ingenuo como yo.
Aunque no terminé la película, me pasé el resto del verano con un temor irracional a que cualquier golpe de tos acabara con un pequeño alien expulsado de mis entrañas. Supongo que ahí fue donde mi hipocondría salió a la luz por primera vez. Años después volvería al film y lo disfrutaría del tirón; sin duda, uno de los ejercicios más perfectos y estilizados acerca del miedo a lo desconocido. Al igual que ocurría en Tiburón, otra obra maestra del género, el monstruo se mantenía oculto hasta el tramo final de la cinta dando por buena la máxima de “sugerir antes que mostrar”.
Ahora, tras innumerables secuelas y reboots, llega a Disney+ un nuevo acercamiento a la franquicia en formato de serie de televisión. Alien: Planeta tierra supone una agradable sorpresa para todos aquellos que ya dábamos por muerto al bicho. El reto ha caído en manos de Noah Hawley, encargado de reformular otra película clásica para su traslación a la pequeña pantalla. Si con Fargo, Hawley consiguió dar una nueva vida al noir de los hermanos Coen a lo largo de cinco temporadas, aquí se atreve a tomar el relevo de directores como James Cameron, David Fincher o el propio Ridley Scott entregando una historia original y ambiciosa que, al mismo tiempo, respete la imaginería y el legado de la saga.
Año 2120. La tierra está gobernada por corporaciones que se reparten el control del planeta. Cuando una nave se estrella en Nueva Siam, el CEO de una de estas compañías, un joven multimillonario a lo Elon Musk, encarga a un grupo de exploradores que recojan información sobre el contenido de la nave. El vehículo se asemeja a la vieja Nostromo del primer Alien y, al igual que ocurría con aquella, la terrible bestia (aquí más de una) viaja en su interior.
Con esta serie el xenomorfo visita la Tierra y lo hace bajo un envoltorio que, por momentos, recuerda más al escenario cyberpunk de Blade Runner que a la sobriedad del Alien original (otro film de Scott, todo queda en casa). También hay mucho del Peter Pan de J. M. Barrie (y de Disney) en esta aventura sobre niños perdidos que logran la inmortalidad gracias a la ciencia y viajan a un país de Nunca Jamás donde no hay polvo de hadas, ni piratas. Sólo monstruos… y ninguno tan peligroso como el hombre.