Sorprende que sea Netflix, con su habitual predilección por la cantidad antes que la calidad, la plataforma donde algunos de los grandes directores de nuestro tiempo han encontrado hogar para sus proyectos. Ocurrió con Scorsese, Fincher o Cuarón, y, ahora, la historia se repite con Kathryn Bigelow —recordemos, la primera mujer en ganar el Óscar a la mejor dirección— y Guillermo Del Toro. Una casa llena de dinamita y Frankenstein, respectivamente, son las últimas obras maestras de dos cineastas capaces de convertir cada una de sus películas en experiencias inolvidables para el espectador.
En el caso de Bigelow, con su habitual maestría para el suspense, la cinta propone un ejercicio frenético a partir de una hipotética amenaza nuclear sobre suelo norteamericano.
Una actualización en clave seria del Dr. Strangelove de Kubrick, con el hiperrealismo del Punto límite de Sidney Lumet; en Una casa llena de dinamita, Bigelow insiste en reabrir el debate sobre los riesgos de las armas nucleares en el mundo contemporáneo. Su estructura a lo Rashomon —la misma historia contada a través de tres puntos de vista—, convierte al público en testigo privilegiado del terror que supone asistir a los minutos previos al impacto de los misiles.
Su final invita a la reflexión: “No hay plan B” dice uno de los altos mandos de la sala de crisis, el mundo se estremece y la respuesta que proponen es tan vieja como la ley del Talión.
Crítica, dura y adictiva, la película de Bigelow es uno de esos milagros en los que todo funciona: reparto coral, guion milimétrico y una puesta en escena capaz de dejarte pegado a la butaca durante toda la proyección.
A diferencia de otras adaptaciones, Del Toro propone una visión más humana y trágica del personaje. La película aborda cuestiones como la paternidad, la identidad y las consecuencias de jugar a ser Dios. Así como Prometeo moldeó al primer hombre a partir del barro y la arcilla, Víctor Frankenstein insufla vida a una criatura confeccionada a partir de trozos de cadáveres, y acaba pagando cara su arrogancia.
Al igual que en el caso de Bigelow, el director mejicano también apuesta por contar las dos versiones del relato: la de Víctor y la del ser que ha creado o, lo que es lo mismo, la ambición y el sentimiento de culpa del científico frente a la soledad y el rechazo que sufre la criatura.
Del Toro ha conseguido honrar la memoria de aquel niño de 11 años que se sintió fascinado con la novela de Shelley. El mismo que hizo un pacto con los monstruos de su habitación para poder ir al baño en mitad de la noche, transformando su miedo infantil en empatía. Años después, el cineasta nos regala su propia lectura de Frankenstein y logra sacarse de la chistera su mejor película. Probablemente, la más hermosa declaración de amor al marginado jamás filmada.
En el caso de Bigelow, con su habitual maestría para el suspense, la cinta propone un ejercicio frenético a partir de una hipotética amenaza nuclear sobre suelo norteamericano.
Una actualización en clave seria del Dr. Strangelove de Kubrick, con el hiperrealismo del Punto límite de Sidney Lumet; en Una casa llena de dinamita, Bigelow insiste en reabrir el debate sobre los riesgos de las armas nucleares en el mundo contemporáneo. Su estructura a lo Rashomon —la misma historia contada a través de tres puntos de vista—, convierte al público en testigo privilegiado del terror que supone asistir a los minutos previos al impacto de los misiles.
Su final invita a la reflexión: “No hay plan B” dice uno de los altos mandos de la sala de crisis, el mundo se estremece y la respuesta que proponen es tan vieja como la ley del Talión.
Crítica, dura y adictiva, la película de Bigelow es uno de esos milagros en los que todo funciona: reparto coral, guion milimétrico y una puesta en escena capaz de dejarte pegado a la butaca durante toda la proyección.
Amor por el “diferente”
La otra cara de la moneda es una revisión del célebre personaje creado por Mary Shelley en 1818. Quintaesencia del relato gótico y pionero de la ciencia ficción, Frankenstein o el moderno Prometeo ha sido adaptado a la gran pantalla en numerosas ocasiones. Las más famosas cuentan con los rostros de actores como Boris Karloff, Christopher Lee o el mismísimo Robert De Niro. Ahora, llega a Netflix la enésima lectura de la novela a cargo de un verdadero amante del legado de Shelley; Guillermo Del Toro es un devoto del cine fantástico que, a lo largo de su carrera, ha sido capaz de conjugar los favores de crítica y público con títulos como Cronos, El laberinto del fauno o La forma del agua, película que le llevó incluso a hacerse con el Óscar. Este nuevo Frankenstein es una de sus obras más personales y un sueño de la infancia que, por fin, consigue hacer realidad.A diferencia de otras adaptaciones, Del Toro propone una visión más humana y trágica del personaje. La película aborda cuestiones como la paternidad, la identidad y las consecuencias de jugar a ser Dios. Así como Prometeo moldeó al primer hombre a partir del barro y la arcilla, Víctor Frankenstein insufla vida a una criatura confeccionada a partir de trozos de cadáveres, y acaba pagando cara su arrogancia.
Al igual que en el caso de Bigelow, el director mejicano también apuesta por contar las dos versiones del relato: la de Víctor y la del ser que ha creado o, lo que es lo mismo, la ambición y el sentimiento de culpa del científico frente a la soledad y el rechazo que sufre la criatura.
Del Toro ha conseguido honrar la memoria de aquel niño de 11 años que se sintió fascinado con la novela de Shelley. El mismo que hizo un pacto con los monstruos de su habitación para poder ir al baño en mitad de la noche, transformando su miedo infantil en empatía. Años después, el cineasta nos regala su propia lectura de Frankenstein y logra sacarse de la chistera su mejor película. Probablemente, la más hermosa declaración de amor al marginado jamás filmada.
