

Dos bravas series dos. Animal y La suerte: una serie de casualidades son las apuestas nacionales más recientes de Netflix y Disney+ para conquistar el favor del respetable. Ambas ficciones con acento, uno gallego, otro andaluz, que se desmarcan de la habitual oferta de thrillers y misterios policíacos que abundan en las plataformas.
Animal se presenta como una serie humilde y sin pretensiones, y tal vez ahí radique el secreto de su éxito. Un relato ambientado en la Galicia rural, donde un veterinario con problemas económicos debe abandonar el campo para trabajar en una gran tienda de animales dirigida por su sobrina. Un espacio exclusivo donde los clientes son considerados “papis de sus mascotas”, los cojines desfogadores cuestan 300 eurazos y los diagnósticos van desde el perro con dislexia a las cobayas con embarazo psicológico. El conflicto está servido: lo rural vs lo urbano; Antón (Luis Zahera), el veterinario gruñón y pragmático, frente a Uxía (Lucía Caraballo), la sobrina amable e idealista, aficionada a las frases happy de las tazas. El resultado, un divertimento perfecto para toda la familia, incluidos los más peludos de la casa.
Más arriesgada y sorprendente es la segunda propuesta que traemos esta semana. La suerte: una serie de casualidades es tan diferente al resto de las producciones que acostumbramos a consumir que corre el peligro de pasar desapercibida. Una serie capaz de unir a las dos Españas, la tradicional y la moderna, a los defensores de la llamada fiesta nacional y a los animalistas. Esta es la historia de un joven taxista (Ricardo Gómez), aspirante a abogado del estado, que se convierte inesperadamente en el chófer de un torero que busca remontar su carrera (Óscar Jaenada). David, que así se llama el conductor, es recibido por la cuadrilla como un talismán que traerá la fortuna al Maestro y, con ese propósito, los acompañará en la recta final de la temporada.
A pesar de las apariencias, La suerte no es un retrato costumbrista acerca del mundo del toreo, ni tampoco un alegato antitaurino. En la serie apenas salen toros y ninguno está en el ruedo. Aquí la faena está en lograr que los protagonistas se pongan en el lugar del prójimo, lo entiendan y compartan sus inquietudes. David no acude a las corridas, prefiere quedarse cantando los temas de la oposición en el coche, pero se remueve en su asiento cuando escucha los gritos del público en la plaza. Por su parte, el torero no conoce las diferencias entre un procurador y un abogado, aunque sabe que aprobar el examen es importante para David. En el fondo queda la humanidad de los personajes, el respeto y la voluntad de estos por buscar la concordia. No es cuestión de cambiar de ideas, sino de aceptar las del contrario.
Hay que reconocer la valentía de los directores Pablo Guerrero y Paco Plaza a la hora de abordar una historia compleja sobre un tema que divide a la opinión pública. Los responsables entran de lleno en la liturgia del toreo y se esmeran por reflejarla en la pantalla: la gloria, el fracaso, la vida y la muerte son conceptos de los que habla el personaje de Jaenada; también están la convivencia de la cuadrilla (dentro del taxi y en la habitación de hotel), la música (del pasodoble a las canciones de Junco) y los trajes de luces.
Me sorprendo y aplaudo una serie que está en las antípodas de mis gustos personales. Me rindo ante unos actores en estado de gracia, un guion inteligente y una puesta en escena capaz de aunar el esperpento berlanguiano con los delirios autorales de Albert Serra, el cineasta español más marciano de los últimos tiempos.
Una suerte de serie. Una faena de dos orejas y rabo.