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No todo va a ser follar No todo va a ser follar
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May Serrano
No todo va a ser follar. También habrá que saltar a la pata coja.

Habrá que coleccionar sellos de Nigeria.

Habrá que apretar una tuerca floja.

Y habrá que ir a trabajar… por una miseria.

Me agarro a la letra de Javier Krahe para lanzar un grito: el 5 de octubre hay una cita en Madrid bajo el lema Salvemos el mundo rural agredido. Una manifestación que reúne a más de 400 colectivos, aunque si buscas en Google parece que nadie se ha enterado. Silencio absoluto en los grandes medios, como si el campo no existiera.

Y sin embargo, que 400 colectivos se pongan de acuerdo ya es noticia. En este país donde no hay consenso ni en la hora que es, que asociaciones, movimientos ciudadanos, plataformas y gentes de todo tipo hayan marcado en el calendario la misma fecha es un milagro logístico. Ni en el grupo del gimnasio se consigue cuadrar la cena de Navidad con tanta eficacia.

¿Y por qué se ha logrado esta vez? Porque la necesidad es gorda, urgente y de justicia. Porque el mundo rural no está para postales de Instagram ni para discursos vacíos sobre España vaciada, sino para defender lo esencial: agua, tierra, bosques, trabajo, servicios públicos, cultura, dignidad. Y porque detrás hay mucha gente trabajando, quitando energía, dinero y tiempo de sus vidas personales para salvarnos el culo a las que estamos sentadas en nuestro sofá tan ricamente.

Mientras tanto, las grandes ciudades actúan como auténticas chupocteras. Absorben recursos, energía, alimentos y mano de obra, y nos devuelven contaminación, precariedad y abandono. A las élites urbanas y los grandes capitales no les interesa que el campo se organice y levante la voz. Prefieren que lo rural siga siendo un decorado mudo, un paisaje de postal con vaquitas y girasoles, mientras ellos hacen negocio con macrogranjas, parques eólicos sin planificación o minas que arrasan el territorio.

Tampoco ayudan quienes viven en las grandes ciudades y dan por hecho que “no se puede gastar dinero público en todos los pueblos”. El discurso es fácil: si quieres comodidad, vente a Madrid a sufrir como yo. Como si el precio de tener médico, escuela o carretera tuviera que ser dejar tu tierra atrás.

Pero el campo no es un decorado, ni un spa de fin de semana, ni un parque temático para domingueros. Es un lugar vivo, con personas que crían, cultivan, cuidan y sostienen lo que después llena las despensas de las ciudades. Sin pueblos no hay comida en los supermercados, ni agua en los grifos, ni energía en los enchufes. Quien piense que lo rural es secundario debería probar a pasar un mes sin todo lo que producimos aquí.

Es ingenuo creer que las grandes ciudades pueden vivir sin el campo, que no hay conexión entre los incendios, las riadas y el abandono de los territorios. Pero el sistema está diseñado para hacernos cada vez más individualistas, para que no veamos el hilo rojo invisible que lo une todo.

El 5 de octubre no se pide caridad ni limosna. No se va a Madrid con la boina en la mano, sino con dignidad y con rabia. Se exige lo mínimo para vivir: escuelas abiertas, transporte público digno, centros de salud que no cierren, conectividad digital real, condiciones laborales justas. Se exige que vivir en un pueblo no sea un acto heroico, ni una condena a la invisibilidad, sino una opción de vida respetada y sostenida.

No sé cuánta gente acudiremos, pero lo que sí está claro es que estamos hartas. Hartas de que se nos trate como ciudadanas de segunda, de que se nos use como eslogan electoral, de que se nos invisibilice. El campo no se rinde, y cuando nos juntamos lo hacemos con uñas y dientes.

El 5 de octubre no todo va a ser follar: habrá también que gritar, bailar y defender la tierra.