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Sentirte bien en tu propia piel Sentirte bien en tu propia piel

Sentirte bien en tu propia piel

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José Iribas S. Boado

Te lo he comentado alguna vez: “sentirte bien en tu propia piel”, que dicen los franceses, es casi una obligación vital.

La autoestima no es un lujo espiritual; es un cimiento y un cemento imprescindible. Aceptarse, hablarse con respeto interior, poder mirarse en el espejo sin enfado o decepción… es tan necesario como respirar. Necesitamos aceptarnos, querernos. Lo que no quita para intentar mejorar. Y, sin embargo, lo primero no siempre pasa.

Hay personas que viven volcadas en los demás, generosas hasta el extremo, pero incapaces de aplicarse a sí mismas el final del “amarás al prójimo como a ti mismo”. Falta esa parte final, y sin ella la ecuación no funciona. El daño que uno puede hacerse cuando se olvida de su propio valor es silencioso, pero grande.

Quizá te sirva como pequeño analgésico aquel proverbio chino que dice que no siempre puedes impedir que los pájaros de la tristeza vuelen sobre tu cabeza… pero sí evitar que hagan su nido en tu cabellera. Algo es algo. Inténtalo.

Pienso hoy especialmente en los estudiantes, en los adolescentes y jóvenes -quizá en un hijo tuyo- que tratan de abrirse camino en un mundo que exige, compara y etiqueta demasiado rápido.

En mi ya larga experiencia en el mundo educativo, me he encontrado con chicos convencidos de que “no sirven para nada”. Y me parece uno de los mayores disparates que puede instalarse en la cabeza de un chaval. Disparate… y drama.

Nadie sirve para todo, pero todos servimos para algo. Y -me atrevo a afirmarlo y lo afirmo sin dudar- también servimos para alguien. Siempre. A veces basta con que alguien se lo recuerde al que no se ama bien. Creo que lo dijo Buda con una claridad meridiana: “El don más grande hacia otros no es compartir nuestra riqueza, sino hacerles descubrir la suya”. Esa frase debería estar colgada en todas las clases de Secundaria. Como poco.

No faltan, por desgracia, quienes juzgan a un pez por su habilidad para trepar a los árboles. Lo advertía Einstein: así solo lograrás que el pez pase toda su vida creyéndose estúpido. Y de paso, añado, se retrata el “juez”, que no parece muy ducho en la materia de juzgar.

El don de la inteligencia tiene sus misterios. Hay personas brillantes para hacer logaritmos y torpes para hacer los recados; y al revés. Y no pasa nada. Los talentos no son una competición; son herramientas. Y, sobre todo, son dones. A mí siempre me importa más cómo se usan que cuántos se poseen.

No pretendo desechar los logaritmos. En casa aprendí pronto que las matemáticas importan, y mucho. Mi padre, con cinco hijos, tenía que hacer muchos números todos los meses: auténtica ingeniería de supervivencia. Y luego estaba su trabajo de profesor en FP, donde impartía -precisamente- contabilidad.

Con todo esto de las inteligencias, hay una historia que siempre me vuelve a la cabeza.

Un padre llega preocupado al colegio:

-Maestro, tengo un problema. Mi hijo ha sacado notas altísimas en dibujo… pero muy bajas en matemáticas.

-¿Y qué piensa hacer? -pregunta el profesor.

-Lo pondré a clases particulares de matemáticas.

-Póngalo, pero ya, a clases de dibujo. Ahí está su verdadera excelencia.

Cuánta razón. Porque aquello que se nos da bien suele gustarnos. Y lo que nos gusta, nos mueve. Y lo que nos mueve, nos da sentido, si nos esforzamos..

Por eso hoy quería insistir en algo que quizá necesitamos recordar más a menudo: nadie sobra, nadie es “inútil”, nadie es “menos”. Todos tenemos un talento, pequeño o grande, silencioso o evidente.Y, desde luego, todos tenemos un valor y una dignidad inmensa, por el mero hecho de ser personas e hijos (con respeto a quien no crea) de un mismo Padre. Y todos merecemos aprender a mirarnos “en el espejo” con un poquito más de cariño. Porque solo desde ahí podremos mirar bien a los demás.