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“Sí, cariño… como digas” “Sí, cariño… como digas”

“Sí, cariño… como digas”

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José Iribas S. Boado

Me decía un buen amigo: “A mí no me engordan ni las salsas ni el pan: mis kilos de más se deben a que tengo por costumbre no discutir; así no me estreso”. Le respondí: “Hombre, no creo que engordes por eso…”. Y él, con media sonrisa, zanjó: “Pues no será por eso”.

Hoy quiero hablarte de discutir… o más bien, de lo contrario: de no hacerlo cuando no sea necesario. Casi te diría, imprescindible.

No voy a abordar, pues, el problema del sobrepeso. Y mira que daría para un buen post. Especialmente en este mundo nuestro de opulencias en un hemisferio y carencias dramáticas en otro. No. Lo que quiero compartirte es una reflexión casi de verano, ligera pero no hueca. Porque hay mucha sabiduría en saber cuándo callar. Y cómo no “pelear”.

A eso apuntan muchos refranes: “Por la paz, un Avemaría”. “Vale más un mal arreglo que un buen pleito”. O aquella advertencia que se decía con media sonrisa y media amenaza: “Pleitos tengas… y los ganes” (no aplicable como maldición a los abogados, ojo).

A fin de no discutir, hay quien se arma de paciencia y cuenta hasta diez… o hasta cien. Hay también quien practica la táctica de las hermanas Rosario y Andresa. Cuando notaban que la conversación empezaba a subir de tono, una decía: “Callemos, Rosario”. Y la otra respondía: “Callemos, Andresa”. Y se acababa la discusión: antes de empezar.

Porque, admitámoslo: discutir desgasta. Y mucho más cuando lo que está en juego no vale la pena. Hay batallas que no conviene librar. Como esa que empieza porque uno dejó mal puesta la camisa recién planchada, y acaba con reproches que se remontan al siglo pasado. De pronto, no sabes ya si discutes por la camisa o por la lista de bodas…

Lo decía alguien con tino: “Sé selectivo en tus batallas. A veces tener paz es mejor que tener razón”. Y qué verdad tan grande.

Claro que hay desacuerdos legítimos, diferencias que merecen diálogo, aclaración… Pero la discusión sistemática, la que nace del orgullo, o del cansancio, rara vez conduce a nada bueno. Ni en el trabajo, ni con amigos… ni en casa. Sobre todo en casa.

Porque en casa -como en ningún sitio- se nos ve sin filtros. Es en lo doméstico donde más conviene la empatía, aunque se llegue rendido, arrastrado, con la jornada a cuestas. A veces basta un gesto amable, un silencio a tiempo, un “tienes razón”… dicho hasta con convicción si el tema es menor… aunque no estemos del todo convencidos.

Y ojo, que empatía no es eso que decía un padre a su hijo mirando al horizonte: “Mira, chaval. Tu abuelo se la dio a tu abuela, yo se la di a tu madre… y tú un día se la darás a tu mujer”. “¿El qué?”, preguntaba el niño. “La razón, hijo. La razón”.

Ojo: que todo depende del punto de vista… Mi mujer dice que conoce esa frase con los personajes intercambiados en su sexo… y no le falta razón. O, al menos, no se lo voy a discutir.

Porque de eso va este artículo. De aprender a transigir. De ganar en paz lo que a veces perdemos en razón. Y, sobre todo, de cultivar una sana convivencia.

En casa de mis padres -antes-, y en la que ahora habito, he visto que siempre hay alguien que tiene la última palabra. Y suele estar muy bien dicha, con aplomo, elegancia… y buena dosis de realismo conciliador: “Sí, cariño. Como digas”.

¿Lo digo en serio o en broma? ¿Tengo razón en lo bueno de tener esa última palabra?

Y si no… mejor no discutimos.