

Este fin de semana, mi amiga Marta inauguró oficialmente el verano. Se plantó su bikini, metió la toalla en la bolsa de tela del supermercado (esa que todos usamos ya para todo) y se fue a la piscina con toda la ilusión del mundo. Dos horas después volvió como un camarón con picor. “¡No sé si me ha dado el sol o si me da alergia el sol!”, me dijo rascándose los brazos como si llevara lana de acero bajo la piel. Bienvenida, Marta, a la temporada de cloro, rayos UV y calcetines mojados.
Y es que el verano no empieza con el calendario, sino con el primer baño, y con él llegan también los pequeños dramas dermatológicos que, si no se previenen, pueden arruinarnos más de un día de playa, pantano o piscina. Vamos por partes, que cada entorno tiene su truco.
En la piscina, la piel lo sufre. El cloro es necesario para mantener el agua limpia, pero también es un irritante cutáneo. Resequedad, escozor, picor… y en personas con piel sensible o con afecciones como dermatitis atópica, la cosa puede ir a peor. Por eso es vital ducharse bien al salir, no solo para evitar ese olor tan característico a verano químico, sino para eliminar los restos de cloro y aplicar después una buena crema hidratante. Y no me refiero a esa que lleva en el bolso desde 2019, sino a una que realmente repare la barrera cutánea.
En la playa el enemigo número uno es el sol, y lo subestiman más de lo que nos gustaría. La protección solar no es opcional ni se aplica “cuando me noto que me estoy quemando”. No. Hay que aplicarla 30 minutos antes de exponerse, repetir cada 2 horas, y reaplicar siempre tras el baño (aunque ponga resistente al agua, eso dura menos que un propósito de año nuevo). Y no olvidemos zonas clave: orejas, empeines, detrás de las rodillas y labios. Sí, los labios también se queman.
Además, la arena y la sal también pueden resecar la piel. Así que una buena ducha después, hidratación corporal y, si ha habido mucho sol, un aftersun que calme (y no solo por el fresquito, sino porque ayudan a reducir la inflamación).
El agua del pantano tiene un encanto rural y aventurero, pero también algunas precauciones extra. Las heridas abiertas y el agua estancada no hacen buena pareja. Hay riesgo de infecciones, así que si hay algún corte o rasguño, mejor cubrirlo o evitar el baño. Y el calzado es imprescindible. No es cuestión de moda, sino de proteger los pies de piedras afiladas, cristales olvidados o esa fauna misteriosa que se mueve bajo el agua turbia y que, francamente, no necesita conocernos de cerca.
Los niños, por supuesto, merecen un capítulo aparte. Su piel es más fina, se quema antes, y en general, son expertos en quitarse la gorra justo al mediodía. Hay que insistir con la protección, buscar la sombra, hidratarlos bien (por dentro y por fuera), y mantener el ojo en zonas especialmente sensibles como la nuca, las mejillas o el cuero cabelludo si llevan poco pelo.
Y los adultos… bueno, también necesitamos protección. Por muy morenos que nos creamos o por muchas veces que digamos “yo no me quemo nunca”, cada verano sin cuidado pasa factura. La piel tiene memoria, y no es de las que olvida.
En resumen: ducha, crema, sombra, sombrero, calzado y sentido común. Ese sería el kit básico para disfrutar del verano sin acabar como Marta, con la piel roja, reseca y buscando aloe vera como si fuera un tesoro perdido. Cuida tu piel como cuidas tu móvil: con funda, protector y lejos del calor excesivo. Que el verano es para disfrutarlo… y no para descamarse.