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Todo es mentira Todo es mentira
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May Serrano
Me dijeron que era sí, pero era no.

Me dijeron que era no, pero era sí.

Me dijeron que era todo, y era nada.

Que era aquí, pero era allá.

Que tararí… que tarará.

Albert Pla tiene razón: todo es mentira. Mentira la prisa, mentira el progreso, mentira el futuro si no sabemos habitar el presente. Nos han convencido de que la velocidad es una virtud y de que la lentitud es un defecto, como si moverse despacio fuera sinónimo de pereza o de falta de ambición. Nos repiten que quien para pierde, que quien descansa se queda atrás, y lo curioso es que seguimos corriendo aunque ya nadie sepa muy bien hacia dónde.

Vivimos en una cultura que confunde movimiento con avance, productividad con sentido y agotamiento con compromiso. Nos empujan a rendir más, a responder más rápido, a optimizar cada minuto, como si la vida fuera una carrera con meta y medalla. Y mientras tanto, se nos escapa lo esencial: la capacidad de estar, de escuchar, de disfrutar los procesos.

Lo verdaderamente revolucionario hoy sería no tener prisa. Detenernos. Ralentizar nuestra vida lo suficiente como para que la ternura pueda aparecer. Desobedecer el reloj y hacer las cosas cuando el cuerpo diga, no cuando el calendario lo ordene. Subirnos a la rueda de la vida, respetar los ciclos de la naturaleza. Escuchar el pulso lento de la tierra en lugar del zumbido constante del móvil.

En el campo todavía hay quien sabe de eso. Lo pienso cuando veo a la gente que trabaja la tierra, que planta las semillas, riega y espera. Que entiende que el tiempo no se domina, se acompaña. Que el crecimiento necesita espacio, estaciones, descanso. En cambio, nosotras queremos resultados inmediatos, emociones instantáneas y cambios que no duelan. Hemos olvidado el valor del mientras tanto, ese espacio donde la vida sucede de verdad.

Me fascinan los pastores, apoyados en la gallata, esperando a que las ovejas terminen de comer. Hay algo profundamente reconfortante en esa quietud. No hay ansiedad ni urgencia, solo atención. Saben que la vida tiene su propio ritmo y que apresurarla es matarla.

La lentitud es un lujo, y no uno que se compre, sino que se practica. Es el lujo de desayunar sin mirar el correo, de mirar por la ventana sin hacer nada productivo, de volver a casa andando despacio, como si el mundo no ardiera. Es el lujo de escuchar el viento sin traducirlo en decibelios, de dejar la cama sin hacer y no sentir culpa, de cocinar sin mirar el reloj.

Nos han hecho creer que parar es rendirse, pero a veces detenerse es la única manera de llegar viva. No se trata de renunciar al mundo, sino de reconquistar nuestro tiempo. De dejar que el cuerpo marque el compás y que el deseo elija la dirección.

Somos muy afortunadas viviendo en esta tierra donde, si queremos, podemos habitar la calma, esto si que es un buen reclamo para atraer talento: si la urgencia de tu ciudad te está expulsando aquí tenemos paz de la buena, el trabajo a 10 minutos andando, los atascos duran 5 segundos, te conocen en la panadería y puedes coger capazos para tener conversaciones que no llevan a ningún lado pero te conectan con tu vecina.

Mientras el mundo corre hacia ninguna parte, aquí seguimos, intentando recordar lo que ya sabíamos: que la vida no se conquista, se cultiva. Y que, a veces, la verdadera revolución consiste simplemente en no llegar a tiempo.