

Hace unos años estudié Psicopedagogía en la Universidad de Zaragoza, una experiencia que escogí porque no pude ir hasta Valencia a estudiar Psicología, que era lo que yo verdaderamente quería. Entre las asignaturas que cursé en esa carrera de segundo ciclo y de poco recorrido, pues ya no existe, había una que se titulaba: Procesos psicológicos básicos. En esa asignatura tuve que estudiarme un libro gordo del que poco se trató en las clases. La profesora era una mujer bien plantada que por aquel entonces tendría mi edad ahora, de talante tranquilo que se las daba de simpática con sus alumnos y, recalco con sus alumnos porque tenía especial predilección por los alumnos varones, por cierto no demasiado numerosos. Yo era buena estudiante y asistía a sus clases a pesar de que eran una pérdida de tiempo, tomaba apuntes que costaba darles una entidad de tema o similar. La clase previa al examen, la dedicó a explicarnos que iba a ser un test, también con preguntas de rellenar o de responder de manera breve. El examen fue largo como un día sin pan y, a pesar de que nos dejaba tener el famoso libro al que yo había marcado casi la totalidad de sus páginas para encontrar rápidamente las repuestas, no pude responder a todas las preguntas y había algunas que juro que no estaban en el libro, otras estaban mal formuladas y, las que parecían sencillas, tenían opciones imposibles.
Unos días después había que acercarse al tablón para ver la lista de las notas, fui pasando el dedo de arriba a abajo y descubrí una lista de suspensos increíble, sólo un par de ochos que, casualmente eran para dos de los chicos de la clase que solían sentarse en primera fila. Por supuesto yo no iba a ser menos que la mayoría y mi nota, fría como un témpano, me dejó tiritando, pues después de tanto estudiar no esperaba suspender a pesar de que el examen estaba preparado para eso. A partir de ese momento olvidé el nombre de esa señora y pasó a ser “la del tres en un test”.
Muy indignada volví a casa jurando por lo más sagrado que iba a ir a revisión a ver qué es lo que había pasado y a decirle a esa señora que qué clase de examen era ese. Al día siguiente comprobé que la puerta de su despacho parecía la entrada a un concierto de los Rolling. Después de un rato esperando salió con una compañera, cerró la puerta diciendo que tenía examen con los de primero y, mientras me señalaba con el dedo, dijo que solo me iba a atender a mí.
¡Venga, vamos!- Me dijo mientras se marchaba por el largo pasillo de la facultad de magisterio. Yo no entendía nada, pues había sido la última en llegar, pero la seguí hasta el aula de primero. Me dijo que me sentase con ella, pero solo había una silla, así que compartí la silla de profesor con esa mujer, todavía no entiendo cómo lo hicimos para meter allí dos culos. Sacó su lista de notas, me preguntó el nombre y me dijo que con sólo un tres poco había que hacer. Los alumnos de primero ya se habían sentado y ella les repartió a los de las primeras filas las hojas de los exámenes para que se las fuesen repartiendo, volvió a sentarse a mi lado y me dijo en un susurro: ¿Qué quieres, un 5, un 6? Yo no decía nada porque no estaba segura de por dónde iba a salir esta señora: ¿Un 9, quieres un 9? Pues podemos hacer una cosa, tú vienes a mi despacho, pasas datos a mi ordenador de la última investigación que he hecho y tienes un 9. Piénsalo mientas voy a hacer unas fotocopias. Se marchó y me dejó allí con las de primero, entre las que reconocí a la chica a la que había estado dando repaso para la selectividad el curso pasado. Nos dijimos con gestos que no entendíamos nada. Cuando volvió acepté la oferta. Días después me citó en su despacho, llegué tarde y sólo estuve veinte minutos, después de ese día ya no quise saber nada, pero en la lista de notas colgada en el tablón, mi 9 apareció como muchos otros aprobados como por arte de magia.
Nunca sabré si me yo merecía un 9, pero ella sí se merecía un 3.