

Hace tiempo que quería poner negro sobre blanco algo que me preocupa. Quizás nos estemos acostumbrando demasiado a cosas que nunca debieron ser normales. Y ya se sabe: cuando uno siembra vientos, acaba recogiendo tempestades.
Me refiero al modo en que, todavía hoy, se presenta a la mujer -ahora también al hombre- como objeto. Lo vemos cada día y en cualquier sitio, casi sin darnos cuenta. Pero conviene mirarlo de frente.
Imaginemos a un niño que sale de casa y, de camino al colegio, se encuentra en la parada del autobús una enorme foto publicitaria: una joven en ropa interior, en actitud sensual. Al chaval aún no le importa qué es eso de sensual, pero la imagen se le queda grabada. Y, día tras día, se repite la escena. Lo que no vive en casa, aun teniendo madre y hermanas, se lo enseña la marquesina de la calle.
Otro ejemplo: una madre de treinta y tantos años que va de compras y se topa con otro obstáculo. Un 40% de las mujeres, según estudios recientes, tiene dificultades para encontrar su talla real en las tiendas. La industria de la moda sigue imponiendo cánones imposibles, con modelos que parecen más muñecas de escaparate que personas de carne y hueso. Algunas jóvenes, víctimas de esa presión, han terminado perdiendo la salud… y alguna hasta la vida.
La lista es larga. Imágenes retocadas al milímetro, cuerpos “perfectos” por obra del Photoshop, de la IA, o del bisturí. Anuncios que nos venden desde refrescos hasta coches con la silueta femenina como reclamo. Incluso en series, películas o videojuegos se insiste en el mismo mensaje: la mujer como carrocería de lujo.
Y todo esto cala. No es casualidad que muchos adolescentes crezcan comparándose con esos estereotipos y pensando que no dan la talla. No es casualidad tampoco que aumenten los problemas de autoestima, los trastornos alimenticios o la frustración de quienes nunca podrán parecerse a esos espejismos publicitarios.
Planteo exigir un mínimo de responsabilidad (y más si cabe en medios o vías públicas). Porque las personas no son objetos de consumo. Decía alguien con acierto: las cosas están para usarse, las personas para amarse. Y el mundo va mal precisamente cuando se confunden los papeles. Cuando se aman las cosas y se usa a las personas.
En CampusHome, donde convivimos con universitarios de todo el mundo, lo vemos claro: los jóvenes necesitan referentes auténticos, no ídolos de cartón piedra. Ni plastificados. Necesitan que les recordemos, con hechos más que con discursos, que la dignidad no depende de una talla ni de una foto retocada, sino de ser personas únicas e irrepetibles que trabajan por hallar el sentido de su vida al servicio del bien común.
Conviene recordarlo sin estridencias, pero con firmeza. Porque cada vez que alguien es tratado como objeto, perdemos todos. Y porque, si no tomamos cartas en el asunto, será inútil que luego nos quejemos. No somos trozos de carne, ni objetos de alquiler o exhibición.