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Miguel Rivera

El otro día, justo antes de marcharme de Teruel, estuve tomando un café para despedirme de un buen amigo, con el que me une la pasión por las dos ruedas y los pedales. Hemos hecho juntos varios cientos de kilómetros en estos últimos nueve años.

Mientras charlábamos y rememorábamos rutas y aventuras con la bicicleta y planeábamos alguna venidera, me contó que, en el desempeño de su labor profesional, le tocó desalojar el edificio Amantes minutos antes de su desplome. Sinceramente, se me heló la sangre y se me revolvió el estómago.

Ambos nos congratulamos de que no hubiera que lamentar ninguna víctima, más allá de los terribles daños materiales y lo que estos han supuesto para las vidas de los vecinos del número 21 de la calle San Francisco, pero era absolutamente inevitable pensar en lo que podría haber pasado si el edificio se hubiera desplomado unas horas o incluso apenas unos minutos antes de lo que se cayó.

Estos días he seguido pensando en mi amigo de forma recurrente y en tantos otros policías y demás trabajadores al servicio de la ciudadanía, que ponen en riesgo sus vidas, lo más preciado que tienen, por y para servirnos y protegernos a los demás.

Muchas veces nos llegan noticias o imágenes de policías en un mal ejercicio de sus funciones, algo terrible y tremendamente reprobable, especialmente cuando se hace desde el abuso de autoridad o en el uso de la violencia. No hablemos ya cuando esas imágenes muestran a algún policía haciendo un uso extremo de la fuerza, llegando a lesionar o incluso matar al ciudadano. Esas imágenes, donde se pone muchas veces el foco mediático o que se amplifican bajo el altavoz de las redes sociales, por suerte, son muy raras en nuestro país.

Lejos de esos casos aislados, garbanzos negros normalmente, la grandísima mayoría de los integrantes de nuestras fuerzas y cuerpos de seguridad son grandes profesionales, entrenados específicamente y dispuestos a ayudar al ciudadano ante cualquier situación de adversidad o de peligro, y, en casos extremos, de poner su vida al servicio de las de los demás. En el caso que nos atañe, los policías y bomberos que acudieron a desalojar el edificio Amantes lograron su cometido: que no hubiese víctimas mortales.

La última vez que estuve en Nueva York, me llamó la atención, cuando visité el memorial del 11-S que los policías y bomberos fallecidos tenían un lugar distinguido dentro de las víctimas del atentado. Por suerte, en nuestro caso turolense, no hubo ninguna que lamentar, pero creo que haríamos bien en reconocer la labor de estos héroes anónimos, a quienes la vida puede darles un vuelco de la noche a la mañana, tras un aviso inesperado. Vaya desde estas líneas mi agradecimiento y reconocimiento para todos ellos.