La era de la desinformación
Vivimos acelerados. Nos guste o no reconocerlo, el ritmo de vida que se ha impuesto nos obliga a hacer las cosas sin ninguna pausa. Comemos rápido (fastfood o comida hecha en supermercado para no cocinar), hablamos rápido (y, si no podemos hablar, dejamos un audio en el móvil), dormimos rápido (la mayoría de los estudios científicos determinan que un alto porcentaje de la población duerme bastantes menos horas de las necesarias para el descanso físico y mental) y hasta nos relacionamos rápido (lo que antes tardaba un tiempo en forjarse, hoy se hace a golpe de match en apenas unos minutos).
La información es, hoy por hoy, grano del mismo trigo. Consumimos información a golpe de tuit, no nos informamos ni leemos un artículo que pase de media página, no vaya a ser que nos lleve a reflexionar más de la cuenta o, peor aún, nos lleve más de cinco minutos leerlo. Así, todo es exprés. Anteayer, después de cuatro días de búsqueda, apareció el cuerpo sin vida de Álvaro Prieto, el chaval cordobés de 18 años desaparecido en Sevilla.
Lo hizo, delante de miles de espectadores, en directo en RTVE, que anunciaba que se había encontrado un cuerpo entre dos vagones, mientras lo rotulaba como exclusiva. Se emitió sin ningún tipo de pudor ni de delicadeza para con la familia de la víctima.
Imaginen el panorama. No sé qué tipo de filtros pasó (o, mejor dicho, no pasó), pero los responsables deberían darle una vuelta a sus ideales o repasar lo que significa el concepto “deontología periodística”.
El presentador del programa no tardó en pedir disculpas “por haber mostrado unas imágenes que nunca se deberían haber emitido”, al igual que se disculpaba en primer lugar con la familia del fallecido. Las disculpas fueron ejemplares, pero el comportamiento precedente, no. Supongo que la carrera por la exclusiva era un pastel demasiado suculento como para no probar bocado. En los últimos días ha habido algunos casos de bulos difundidos en redes sociales y de los cuales los medios tradicionales se han hecho eco.
Por ejemplo, y centrándome en uno especialmente banal, la supuesta noticia afirmaba que el futbolista Cristiano Ronaldo había sido condenado en Irán a recibir 99 latigazos por abrazar a una mujer soltera en el país persa, considerándolo adulterio. Julián Macías Tovar, activista contra la desinformación digital, como él mismo se define, analizaba cómo, quién y por qué se habían hecho eco del bulo: hasta 481 medios de comunicación en castellano. Por supuesto incluía a toda la prensa generalista escrita, las radios y las televisiones nacionales. No se salvaba ni uno: Marca, ABC, Sport, Telecinco, Antena 3, SER, COPE… nadie había hecho lo que se supone que es lo primero que debe hacer un buen periodista: contrastar.
Como decía, vivimos en la era del clic rápido, dar la noticia antes que el rival es una obsesión y así es difícil saber qué noticias son ciertas y están contrastadas y cuáles no. El periodismo tradicional tiene una evidente crisis de credibilidad, solo recuperable mediante la buena praxis, pero eso no vende, lleva tiempo y, por tanto, cuesta mucho dinero a las empresas de la información.
Las redes sociales, que eran un buen método para estar informado complementando a la prensa tradicional, empiezan a generar la misma sensación por la facilidad con la que se difunden los bulos a través de ellas. Y la principal perjudicada es solo una: la verdad. Se da la triste paradoja de que, en el mundo de internet, donde la información debería ser más accesible, vivimos con el escepticismo y la duda constante sobre lo desinformados que estamos.
La información es, hoy por hoy, grano del mismo trigo. Consumimos información a golpe de tuit, no nos informamos ni leemos un artículo que pase de media página, no vaya a ser que nos lleve a reflexionar más de la cuenta o, peor aún, nos lleve más de cinco minutos leerlo. Así, todo es exprés. Anteayer, después de cuatro días de búsqueda, apareció el cuerpo sin vida de Álvaro Prieto, el chaval cordobés de 18 años desaparecido en Sevilla.
Lo hizo, delante de miles de espectadores, en directo en RTVE, que anunciaba que se había encontrado un cuerpo entre dos vagones, mientras lo rotulaba como exclusiva. Se emitió sin ningún tipo de pudor ni de delicadeza para con la familia de la víctima.
Imaginen el panorama. No sé qué tipo de filtros pasó (o, mejor dicho, no pasó), pero los responsables deberían darle una vuelta a sus ideales o repasar lo que significa el concepto “deontología periodística”.
El presentador del programa no tardó en pedir disculpas “por haber mostrado unas imágenes que nunca se deberían haber emitido”, al igual que se disculpaba en primer lugar con la familia del fallecido. Las disculpas fueron ejemplares, pero el comportamiento precedente, no. Supongo que la carrera por la exclusiva era un pastel demasiado suculento como para no probar bocado. En los últimos días ha habido algunos casos de bulos difundidos en redes sociales y de los cuales los medios tradicionales se han hecho eco.
Por ejemplo, y centrándome en uno especialmente banal, la supuesta noticia afirmaba que el futbolista Cristiano Ronaldo había sido condenado en Irán a recibir 99 latigazos por abrazar a una mujer soltera en el país persa, considerándolo adulterio. Julián Macías Tovar, activista contra la desinformación digital, como él mismo se define, analizaba cómo, quién y por qué se habían hecho eco del bulo: hasta 481 medios de comunicación en castellano. Por supuesto incluía a toda la prensa generalista escrita, las radios y las televisiones nacionales. No se salvaba ni uno: Marca, ABC, Sport, Telecinco, Antena 3, SER, COPE… nadie había hecho lo que se supone que es lo primero que debe hacer un buen periodista: contrastar.
Como decía, vivimos en la era del clic rápido, dar la noticia antes que el rival es una obsesión y así es difícil saber qué noticias son ciertas y están contrastadas y cuáles no. El periodismo tradicional tiene una evidente crisis de credibilidad, solo recuperable mediante la buena praxis, pero eso no vende, lleva tiempo y, por tanto, cuesta mucho dinero a las empresas de la información.
Las redes sociales, que eran un buen método para estar informado complementando a la prensa tradicional, empiezan a generar la misma sensación por la facilidad con la que se difunden los bulos a través de ellas. Y la principal perjudicada es solo una: la verdad. Se da la triste paradoja de que, en el mundo de internet, donde la información debería ser más accesible, vivimos con el escepticismo y la duda constante sobre lo desinformados que estamos.