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José Baldó

Recuperar una serie de televisión que disfrutamos en el pasado se parece mucho a esas reuniones de antiguos alumnos del instituto que vemos en las películas. Sus protagonistas acuden con la esperanza de viajar atrás en el tiempo, revivir momentos felices y volver a tomar contacto con personas que, de un modo u otro, marcaron sus vidas.

La realidad es bastante más prosaica: en la mayoría de las ocasiones, el reencuentro no responde a las expectativas que tenías, te sientes engañado por la nostalgia y acabas con la certeza de que tu barriga y tus arrugas delatan con crueldad el paso de los años. Por suerte, esto no ocurre con Doctor en Alaska. Su incorporación al catálogo de Filmin es una de las grandes noticias del año y un motivo más que justificado para declararle amor eterno a esta plataforma.

La posibilidad de regresar a la singular localidad de Cicely y acompañar a los personajes de la serie a lo largo de sus más de 100 capítulos me recuerda la primera vez que tuve la fortuna de toparme con su emisión por televisión, en La 2, con cortes publicitarios y en un horario imposible exclusivo para noctámbulos e insomnes.

Más allá de su consideración como programa de culto, Doctor en Alaska es un auténtico refugio para el alma. Una de las pocas series en las que a uno le gustaría quedarse a vivir para siempre, aunque solo fuera para llevarle la contraria al escritor italiano Cesare Pavese cuando decía aquello de que “nada es más inhabitable que un lugar en el que hemos sido felices”.

Doy las gracias a sus creadores, Joshua Brand y John Falsey, e incluyo su proeza en el selecto grupo de ficciones televisivas (con Los Soprano, A dos metros bajo tierra, Twin Peaks o Breaking Bad a la cabeza) para las que hay que sacar el reclinatorio.

Bienvenidos al norte

Joel Fleischman (Rob Morrow), un doctor en medicina recién licenciado, se ve obligado a trasladarse desde Nueva York a un remoto pueblo de Alaska para hacerse cargo de una pequeña consulta.

El choque inicial entre el carácter urbanita del joven médico y la excentricidad de los habitantes de Cicely marca el ritmo de los primeros capítulos, pero pronto la serie se abre ante las posibilidades argumentales de su reparto coral y sus peripecias personales.

Junto al doctor Fleischman, un judío neurótico con tendencia a la verborrea que recuerda a Woody Allen, encontramos la galería de personajes más marcianos de la historia de la televisión: Maggie O’Connell, una atractiva piloto de avionetas que mantiene una relación de amor/odio con el protagonista; Maurice, un antiguo astronauta que ha llegado a ser el hombre más rico del pueblo; Chris, el DJ de la radio local que trasmite su filosofía de vida a través de las ondas; el joven cinéfilo, ingenuo e imprevisible, Ed Chigliak; Holling y Shelly, la pareja formada por un sexagenario y una joven miss que regentan el bar; Ruth-Anne, la dueña de la única tienda de Cicely y Marilyn, la recepcionista del consultorio médico, una nativa americana cuyo carácter reservado e imperturbable saca de sus casillas al pobre doctor.

En la década de los noventa, Doctor en Alaska compartió parrilla televisiva con otro famoso facultativo que logró triunfar en el prime time. Aquí les pido sinceridad. Dejémonos de postureos y reconozcamos que, cada martes noche en Telecinco, éramos muchos los que visitábamos con asiduidad la consulta del doctor Nacho Martín.

A pesar de la abultada audiencia de la serie, es cierto que Emilio Aragón nunca fue un buen actor o, por lo menos, no lo suficiente como para convencernos de que el tipo que cantaba Te huelen los pies podía recetarnos Clamoxyl con las garantías de un Médico de familia.