Hoy recurro a un peso pesado para escribir este artículo y escucho de fondo a Labordeta, nuestro guía espiritual en situaciones extremas como la que estamos viviendo:
“Somos como esos viejos árboles que se creen especialespor haber aguantado cuatro vientos y un incendio.”
Y mientras entono en voz alta y muy seria la canción me viene una idea para resolver nuestra crisis climática: OBLIGATORIO TENER PUEBLO.
Así, con mayúsculas. Que nadie se libre. Igual que el DNI, la cartilla de vacunación o el pin de la tarjeta sanitaria: cada persona debería acreditar dónde está su pueblo. Y si no lo tiene, que se lo busque, que se lo invente o que se lo reparta con una vecina. Pero pueblo, obligatorio.
Porque sin pueblo estamos viendo cómo arde media España, y no es una metáfora. El fuego no nace de la nada: se alimenta de montes vacíos, de bancales abandonados, de pinares sin pasos humanos que los recorran. Donde antes había ganado, huertos, manos que clareaban los bosques y hacían cortafuegos naturales, ahora hay soledad y maleza acumulada.
Los pueblos vacíos son gasolina que espera la chispa. Y la factura la pagamos todas, aunque vivamos a cientos de kilómetros. Cada incendio no es solo una tragedia local: es un fracaso colectivo.
Tener pueblo no es una postal de agosto ni una anécdota para adornar sobremesas urbanas. Tener pueblo es saber dónde está la fuente y por qué no se debe enturbiar. Es conocer a qué hora se pone el sol en la era y cómo suena el cierzo en las ventanas.
Es entender que el monte no se limpia solo, que los rebaños son bomberos de cuatro patas y que el silencio también se cultiva como se cultiva un huerto: con constancia, paciencia y cuidado.
La desconexión con la naturaleza está permitiendo este abandono. Cuando dejas de conocer la tierra, de pisarla, de olerla, se convierte en un escenario lejano y prescindible. Y lo que no se conoce no se ama. Lo que no se ama no se cuida. Lo que no se cuida acaba ardiendo.
Tener pueblo es, en realidad, tener vínculo: un saber transmitido, un lugar donde aprender que la vida depende de la relación íntima y cotidiana con la tierra. Los montes comunales donde se sigue limpiando el monte en faena común,como el festival A escamondar que pretende recuperar la tradición de limpiar los árboles quitándoles las ramas inútiles y las hojas secas, la trashumancia que mantiene abiertos los pasos de ganado, los proyectos agroecológicos que devuelven vida a bancales olvidados. Ahí está la prueba: cuando hay vínculo, la tierra respira.
Obligatorio tener pueblo. Para que sepamos de dónde viene el filete de ternera y qué significa que la maleza tape un sendero. Para que recordemos que la leña se corta antes del frío y que para que tú puedas comer tomates que sepan a algo hay personas poniendo su tiempo y energía durante todo el año.
El pueblo no es atraso, es cortafuegos. No es vacío, es horizonte. Quien tiene pueblo y lo habita ayuda a que el bosque respire, a que la tierra se mantenga, a que la vida se sostenga en su sencillez. Y eso, hoy, debería ser obligación ciudadana.
Labordeta lo cantó claro: somos como esos viejos árboles. Resistimos, pero solos no basta. Hace falta echar raíces nuevas, multiplicar la sombra, llenar de vida los huecos que hoy son pasto de incendios.
No se trata de volver atrás ni de vivir como nuestras abuelas, sino de reconocer que sin pueblo no hay futuro.
Obligatorio tener pueblo. Elija el suyo, cuídelo, defiéndalo.
NOTA: este artículo no pretende librar a los políticos de su responsabilidad. No se puede gobernar desde la ignorancia de la ciudad sin escuchar la sabiduría de quienes sí están guardianando la tierra.
“Somos como esos viejos árboles que se creen especialespor haber aguantado cuatro vientos y un incendio.”
Y mientras entono en voz alta y muy seria la canción me viene una idea para resolver nuestra crisis climática: OBLIGATORIO TENER PUEBLO.
Así, con mayúsculas. Que nadie se libre. Igual que el DNI, la cartilla de vacunación o el pin de la tarjeta sanitaria: cada persona debería acreditar dónde está su pueblo. Y si no lo tiene, que se lo busque, que se lo invente o que se lo reparta con una vecina. Pero pueblo, obligatorio.
Porque sin pueblo estamos viendo cómo arde media España, y no es una metáfora. El fuego no nace de la nada: se alimenta de montes vacíos, de bancales abandonados, de pinares sin pasos humanos que los recorran. Donde antes había ganado, huertos, manos que clareaban los bosques y hacían cortafuegos naturales, ahora hay soledad y maleza acumulada.
Los pueblos vacíos son gasolina que espera la chispa. Y la factura la pagamos todas, aunque vivamos a cientos de kilómetros. Cada incendio no es solo una tragedia local: es un fracaso colectivo.
Tener pueblo no es una postal de agosto ni una anécdota para adornar sobremesas urbanas. Tener pueblo es saber dónde está la fuente y por qué no se debe enturbiar. Es conocer a qué hora se pone el sol en la era y cómo suena el cierzo en las ventanas.
Es entender que el monte no se limpia solo, que los rebaños son bomberos de cuatro patas y que el silencio también se cultiva como se cultiva un huerto: con constancia, paciencia y cuidado.
La desconexión con la naturaleza está permitiendo este abandono. Cuando dejas de conocer la tierra, de pisarla, de olerla, se convierte en un escenario lejano y prescindible. Y lo que no se conoce no se ama. Lo que no se ama no se cuida. Lo que no se cuida acaba ardiendo.
Tener pueblo es, en realidad, tener vínculo: un saber transmitido, un lugar donde aprender que la vida depende de la relación íntima y cotidiana con la tierra. Los montes comunales donde se sigue limpiando el monte en faena común,como el festival A escamondar que pretende recuperar la tradición de limpiar los árboles quitándoles las ramas inútiles y las hojas secas, la trashumancia que mantiene abiertos los pasos de ganado, los proyectos agroecológicos que devuelven vida a bancales olvidados. Ahí está la prueba: cuando hay vínculo, la tierra respira.
Obligatorio tener pueblo. Para que sepamos de dónde viene el filete de ternera y qué significa que la maleza tape un sendero. Para que recordemos que la leña se corta antes del frío y que para que tú puedas comer tomates que sepan a algo hay personas poniendo su tiempo y energía durante todo el año.
El pueblo no es atraso, es cortafuegos. No es vacío, es horizonte. Quien tiene pueblo y lo habita ayuda a que el bosque respire, a que la tierra se mantenga, a que la vida se sostenga en su sencillez. Y eso, hoy, debería ser obligación ciudadana.
Labordeta lo cantó claro: somos como esos viejos árboles. Resistimos, pero solos no basta. Hace falta echar raíces nuevas, multiplicar la sombra, llenar de vida los huecos que hoy son pasto de incendios.
No se trata de volver atrás ni de vivir como nuestras abuelas, sino de reconocer que sin pueblo no hay futuro.
Obligatorio tener pueblo. Elija el suyo, cuídelo, defiéndalo.
NOTA: este artículo no pretende librar a los políticos de su responsabilidad. No se puede gobernar desde la ignorancia de la ciudad sin escuchar la sabiduría de quienes sí están guardianando la tierra.