Un torero de culto
Ser de culto supone que una masa importante de gente admira tu obra. Hay libros, películas, autores que se convirtieron en motivo de culto a pesar de que, en su época, fueron pasados por alto por el público en general, o que no se admiró su genialidad en el momento.
Rafael de Paula fue un torero de culto. No pasará a la historia como una de las grandes figuras de su época, pero sí se le estudiará con detenimiento por haber realizado su tauromaquia de una forma tan particular, tan personalísima, que nadie, en el futuro, será capaz de imitarlo. De Paula siempre consideró que hubiese sido mejor torero de no haber sido por sus maltrechas rodillas. ¡Malditas rodillas! Pero en su pecado estuvo su redención, y Dios le dio, a cambio, unas muñecas de plata que convertían en arte todo lo que tocaban.
Fue Rafael un torero del sur, con ese deje flamenco que solo los gitanos tienen, y que convirtió en quejíos de los olés de los tendidos cuando metía la barbilla y lanceaba con una suavidad de la que solo disponían, entonces, el y Curro Romero. Le costó al jerezano conquistar Madrid: catorce años le costó confirmar en el coso venteño la alternativa que tomó en 1960 en Ronda. Y aun hubo de pasar otro tanto hasta que dejó su impronta en el albero capitalino. Vestido de Corinto y azabache, en el otoño de 1987, se encontró el arte hondo de Rafael con un astado, Corchero, de Martínez Benavides, al que cuajó una de las grandes faenas de su prolongada vida taurómaca. Erró con los aceros, y, como en una tragedia griega, el jerezano se derrumbó entre el clamor en la vuelta al ruedo de un Madrid en el que siempre fue bien acogido. Fue en el año 2000, en su Jerez de la Frontera natal, donde llegó el fin taurino de De Paula, convertido en una obra del esperpento valleinclanesco, su Luces de Bohemia fue una tarde en la que se le fueron vivos dos toros, y se arrancó el añadido, arrojándolo sobre el albero a la par que tiraba la toalla en su lucha por ser una leyenda.
Con una tauromaquia pura, toreando muy enfrontilado, con el cuerpo y las muñecas, De Paula ha dejado una esencia que ha tenido su impronta en toreros que luego han venido, como en Morante de la Puebla, a quien apoderó durante una temporada. Para el recuerdo, aquella tarde en Moralzarzal, en la que, tras ver torear a Morante, al que designó el número uno, deshizo el paseíllo de los toreros, vestido de paisano, gesticulando un «me voy, porque ya lo he visto todo» que define su genial personalidad, que ha hecho que su vida haya quedado salpicada de momentos de genial locura, solo al alcance de personajes como Rafael de Paula.
“Siempre quise ser un torero de época, pero no pude”, dijo en El País en 2006. Él, quizá, no fue consciente. Pero, sin duda, Rafael de Paula es un torero de época. Un torero de culto.
